El último sábado de enero de 1979, Victoria Ocampo abandonó su jardín, su casa y el mundo, después de haberlos habitado casi 89 años.
Su trayectoria es un ejemplo de generosidad al servicio de
la educación, de la cultura y del mejoramiento de las condiciones de vida de
las mujeres.
Gozó de los beneficios de una excelente educación y la
devoción de una familia cariñosa, pero, al mismo tiempo, padeció las infinitas
restricciones victorianas ejercidas sobre las mujeres en nuestro país a
comienzos de siglo.
Separada de un marido al que empezó a conocer a partir de su
luna de miel, y coartada su pasión por el teatro, el día en que con treinta
años publicó su primer artículo sus padres se mostraron muy desagradados. Pero
nada pudo torcer su voluntad y su pasión por el conocimiento, el arte y la
literatura.
Nadie se preocupó tanto como ella por elevar la condición de
la mujer. Generosa en todos los sentidos, hospedó y ayudó a enfermos,
desposeídos y necesitados. Conservó hasta el final la capacidad de admirar y
alabar el talento ajeno. Tímida, solo aceptó su lugar en la Academia Argentina
de Letras para abrir sus puertas a las mujeres. Escritora y cronista de su
mundo, con un estilo criollo y lleno de humor y gracia, trabajó hasta el final
y su última tarea fue la más humilde de las labores intelectuales: traducir.
En una época donde las mujeres eran genéricas, Victoria
Ocampo tuvo el valor de ser un individuo.
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