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sábado, 20 de agosto de 2016

Cuento "Casa tomada" - Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

                                                                FIN

Audiolibro - "Casa tomada" - Julio Cortázar


lunes, 15 de agosto de 2016

La historieta

Es un tipo de texto donde se combinan los códigos escrito y visual.
Existen características comunes.

La historieta contiene una superestructura narrativa : situación inicial, complicación y resolución.
El escritor tiene la habilidad de contar una historia lo más simple y resumida. Para esto elegirá las escenas y las palabras más acordes para este caso.

Elementos de la historieta.

Viñetas

Las historietas narran una historia a través de una serie de viñetas. Éstas constituyen las unidades  narrativas  que hacen avanzar la historia.
La secuencia se da en un orden lógico o cronológico, sin embargo puede haber retrocesos como en toda narración.

Globos

Los diálogos y lo que piensan los personajes aparecen con la forma de un globo, teniendo un rabo que señala al emisor.
Los globos pueden ser:

Los que ponen de manifiesto lo que dicen,









Los que expresan los gritos:













Y los que indican los pensamientos.











Cartuchos y apoyaturas:

Los cartuchos son textos intercalados entre las viñetas ,
Mientras que las apoyaturas son textos que aparecen dentro de las viñetas, en estos está presente la voz del narrador que da información con descripciones e indicadores de tiempo.

Onomatopeyas:

Son palabras que imitan ruidos o sonidos (golpes, choques, etc.).
Como por ejemplo: SNIF, ¡RING!, ¡PUM!, ¡ZZZZZZZZ!


Los cuentos maravillosos

Son relatos de origen popular y en sus comienzos su transmisión era oral.

Características:
Los personajes eran seres sobrenaturales: brujas, hadas, sirenas, ogros, gigantes, hechiceros, magos, etcétera.
El tiempo de los relatos es irreal e indefinido, por esa razón los relatos comenzaban con el “Había una vez. . .”
Los lugares carecen de descripciones detalladas de paisajes y de ambientes.
El protagonista o héroe tiene muchas virtudes: bondadoso, valiente, generoso, etcétera.
Aparece un personaje que encarna al oponente o antagonista. Es así que se plantea una división entre los buenos y los malos.


Las tres naranjas             


Había una vez un rey y una reina que deseaban tener tanto un hijo, que prometieron a todos sus súbditos que, si conseguían concebirlo, al nacimiento de este, regalarían a todos los pobres que lo solicitaran un saco de harina, una botella de aceite y una ollita de miel.
Hecha la promesa, el niño nació y todos los pobres tuvieron su comida. Pero cuando el niño tenía 7 años, llegó una viejecita alegando que no se enteró de la promesa realizada por el rey en su momento y pidiendo su parte ahora. Sin ningún inconveniente el rey le dio a la mujer el regalo prometido y cuando está estaba a punto de marcharse ocurrió el desastre. El joven principito jugando rompió la botella de aceite y desparramó toda la miel por el suelo, cosa que enfureció a la vieja que le echó una maldición.
"El príncipe no encontrará la felicidad hasta que no encuentre el amor de las tres naranjas ".
El tiempo pasó, y el joven príncipe (llamado Bernardo) cumplió los 16 y empezó a notar una dicha en el corazón y el peso de la soledad, así que decidió salir en busca del amor de las tres naranjas.
En su aventura, Bernardo se encuentra con mucha gente pobre con la que comparte su comida, pero nadie sabe decirle nada sobre el amor de las tres naranjas. Aunque un buen día se encuentra con una viejecita muerta de hambre. Bernardo no tiene ningún problema en alimentar a la pobre mujer y ella a cambio le da tres madejas de hilo (una amarilla, una verde y una roja) y le indica donde encontrar el naranjo mágico donde encontrar a las tres naranjas y posiblemente el amor.
Para llegar a su destino, nuestro joven príncipe tiene que atravesar varias pruebas. Un campo de hormigas carnívoras, un bosque lleno de anímales feroces y por último una serpiente con siete cabezas. Para Bernardo fue fácil superar las pruebas, ya que solo tuvo que alimentar a las bestias para que le dejaran pasar.
Finalmente llegó a un jardín dónde encontró al naranjo mágico que estaba custodiado por 3 gigante dormilones y sigilosamente pasa por encima llegando a su objetico. De repente apareció un anciano que le dio un único consejo ‘tienes que alimentar el amor para que este sobreviva y no puedes abrirlas hasta que hayas llegado al pozo mágico’ después el principió cogió las tres naranjas y emprendió el camino de vuelta.
Los gigantes despertaron y lo persiguieron, pero gracias a las madejas de hilo, el príncipe pudo escapar. La amarilla se convirtió en una fila de arbustos llena de pinchos, la verde en una selva llena de lianas y vegetación y la roja en brasas al rojo vivo y no permitieron avanzar más a los gigantes que se volvieron por donde habían venido.
Bernardo tiene muchísima sed así que, sin hacer caso al anciano, decide abrir la primera naranja, la que se convierte en una joven doncella hermosa que también tiene sed, como Bernardo no tiene nada que ofrecerle esta se convierte en polvo.
Bernardo consigue agua y comida, así que decide abrir la segunda naranja, una segunda preciosa doncella aparece, Bernardo le ofrece su agua y su comida, pero como no han llegado al pozo del que le habló el anciano la segunda doncella también se convierte en polvo.
Una vez Bernardo llegó al pozo mágico abrió la tercera naranja, y a pareció la mujer a la que había estado esperando toda su vida, una joven doncella preciosa, graciosa, sensible y encantadora que le juró amor eterno. Al darle el agua del pozo mágico, la doncella sobrevivió, y el príncipe prometió casarse con ella. Le pidió que lo esperara al lado del pozo mientras él iba a buscarle una carroza con la que poder llevarla al castillo.
Mientras el príncipe se dirige a buscar el carruaje, una bruja mala le clava unos cuchillos en la espalda a la doncella al pozo (convirtiéndose ésta en un magnífico pez) y se disfraza con sus ropas. El príncipe vuelve y sin percatar el engaño lleva a la bruja al castillo y se casa con ella. La bruja no quedando contenta con que la doncella siga viva, pide que la pesquen y se la cocinen. De las espinas del pescado muerto salió una preciosa mariposa que se podó en la rodilla del príncipe. Bernardo se percató que esta tenía una pequeña aguja clavada en la espalda y se la quitó, y la mariposa se convirtió en la joven doncella amada.
La bruja se murió del susto y el príncipe y su princesa fueron felices y comieron perdices.

FIN

domingo, 14 de agosto de 2016

Instrucciones para subir una escalera - Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte
sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.


sábado, 13 de agosto de 2016

El boom latinoamericano

El Boom latinoamericano fue un fenómeno editorial que surgió entre los años
1960 y 1970, cuando el trabajo de un grupo de novelistas latinoamericanos
relativamente jóvenes fue ampliamente distribuido en Europa y en todo el
mundo.    
Estos escritores desafiaron las convenciones establecidas. Su trabajo es experimental y, debido al clima político de  América Latina de la década de 1960, también muy político. Latinoamérica fue conocida por dos cosas por encima de todas la demás en la década de 1960: la Revolución Cubana y el auge de la literatura latinoamericana.
El éxito repentino de los autores del Boom fue en gran parte debido al hecho de que sus obras se encuentran entre las primeras novelas de América Latina que se publicaron en Europa, por las editoriales de Barcelona, en España.

Precursores del boom latinoamericano:

Son aquellos escritores que forjaron la nueva narrativa hispanoamericana:

Cuba: Alejo Carpentier
Guatemala: Miguel Ángel Asturias
México: Franco Morales Diaz
Argentina: Borges y Sábato

Representantes del boom latinoamericano:

Colombia: Gabriel García Márquez
Perú: Mario Vargas Llosa
Argentina: Julio Cortázar
México: Carlos Fuentes
Paraguay: Augusto Roa Bastos
Cuba: José Lezama Lima
Brasil: Jorge Amado
Uruguay: Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti

Los acontecimientos políticos más importantes de la época:

·         Las décadas de 1960 y 1970 fueron décadas de agitación política en toda América Latina, en un clima político y diplomático fuertemente influenciado por la dinámica de la Guerra Fría.
·         La Revolución Cubana en 1959 y los intentos frustrados de Estados Unidos de atravesar la Bahía de Cochinos pueden considerarse como el inicio de este período.
·         La vulnerabilidad de Cuba llevó a estrechar lazos con la URSS, dando lugar a la crisis de los misiles en Cuba de 1962, cuando los estadounidenses y los soviéticos se acercaban peligrosamente a la Guerra nuclear.
·         A lo largo de los años 1960 y 1970, regímenes militares autoritarios gobernaron Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y muchos otros países.    

   Antecedentes históricos:

·         Fueron los golpes de Estado en Cuba en 1959 y en Chile en 1973,
·         La caída del general Perón en Argentina, la lucha violenta y prolongada de la guerrilla urbana, brutalmente reprimidas en Argentina y Uruguay,
·         La violencia sin fin en Colombia.
·          Lo que centró la atención del mundo sobre la América de habla española fue el triunfo de la Revolución Cubana en 1959.

Las influencias literarias

El auge de la literatura latinoamericana comenzó con los escritos de:
·         José Martí, Rubén Darío y
·         José Asunción Silva.
·         En Europa escritores modernistas como James Joyce también han influido en los escritores del Boom, al igual que los escritores latinoamericanos del movimiento Vanguardia. Con el éxito de la pluma, el trabajo de una generación anterior de escritores tuvo un acceso a un público nuevo y ampliado.
·         Estos precursores son: Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo.

Orígenes:

Para algunos sería Rayuela, de Julio Cortázar (1963), mientras que otros prefieren La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Fernando Alegría considera Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos  (1959) como la obra inaugural del Boom, otros dicen que  fue con Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias de 1949.
Otra variante es "La historia del auge podría empezar cronológicamente con El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias (publicada en 1946, pero empezada en 1922). Otro punto de partida podría ser El túnel de Sabato (1948) o El pozo de Onetti (1939)".
Los representantes más importantes del Boom afirmaron que eran «huérfanos» de generación literaria, sin ningún «padre» latinoamericano de influencia.

Identidad:

·         Las novelas del boom son esencialmente modernistas.
·         Tratan al tiempo de una manera no lineal, suelen utilizar más de una perspectiva o la voz narrativa
·          Otras características notables del Boom son el tratamiento de los ajustes, tanto rural y urbano, el internacionalismo, el énfasis tanto en la historia y la política, así como «interrogatorio de regionales, así como identidad nacional, el conocimiento del hemisferio en todo el mundo, así como las cuestiones económicas e ideológicas; polémicas, y la oportunidad".
·         La literatura del Boom rompe las barreras entre lo fantástico y lo mundano, la transformación de esta mezcla en una nueva realidad.
·         De los escritores del boom, Gabriel García Márquez está más estrechamente relacionado con el uso del realismo mágico, de hecho, se le atribuye.

Lentitud - Ricardo Mariño

No podía moverse. Tenía conciencia de que estaba en el suelo, sentía un agudísimo dolor de cabeza y una gran pesadez. No podía moverse ni abrir los ojos. ¿Qué había pasado? La nave. Con esfuerzo recordó que finalmente la nave había caído y que, unos segundos antes, él se había lanzado con el sistema eyector. Venía navegando normalmente en un vuelo automático y en algún momento advirtió que la nave no avanzaba por la ruta trazada. Cuando quiso rectificar el rumbo comprobó que era imposible. Los instrumentos funcionaban, pero algo había alterado sus parámetros. Él sólo era un piloto encargado de hacer un traslado de materiales hasta la Tierra, alguien con mínima instrucción, pero no había que ser un experto para deducir que, accidentalmente, la nave había entrado en el área de influencia de un campo gravitacional tan poderoso como para dislocar el instrumental.
Los intentos por comunicarse habían sido inútiles —nada funcionaba en forma normal—, y con los mandos manuales no había podido impedir que progresivamente la nave fuera atraída hacia ese planeta. Debía hacer muchas horas que esa falla afectaba a la nave y él, fatalmente, había demorado demasiado en advertirlo. Por lo cual, debía estar muy alejado de las rutas convencionales. Próximo a caer sobre el planeta, había dispuesto de unos segundos para ver cómo era su superficie, después de accionar en forma manual, e inútilmente, los sistemas de descenso. Mientras caía tuvo sensaciones muy extrañas y, antes de desvanecerse en plena caída, vio un lugar inhóspito, rocoso, con una mínima vegetación que al menos hacía pensar que allí habría oxígeno.
Cuando fue evidente que se estrellaría contra el planeta, decidió eyectarse, que era la forma de salvarse él, pero no la nave. Todo había durado instantes y de esa parte no recordaba prácticamente nada. No tenía la menor idea sobre qué había sucedido después ni cuánto tiempo había transcurrido.
Sin embargo ahora se sentía en posición horizontal. La permanencia de varias semanas en el espacio le hacía confundir esas sensaciones, pero había jurado que estaba acostado en el suelo de aquel lugar.
Quién sabe cuánto tiempo había pasado en esa posición cuando notó que, si se empeñaba en hacer un gran esfuerzo, podía mover un brazo algunos centímetros. Era como intentar nadar en un líquido de terrible densidad. Y tal vez fuera así. Tal vez la combinación de gases de ese planeta, o las condiciones gravitacionales, produjeran alguna sustancia espesa que impedía los movimientos.
Pasado un rato pudo comenzar a abrir los párpados. Una tenue luz se filtró y tuvo en su mente la imagen de manchas oscuras imprecisas, recortadas sobre un fondo blanco. Eran siluetas perfectamente inmóviles, estatuas o algo parecido. ¿Cómo no se había golpeado contra ellas al caer? Eran muchas figuras parecidas, que representaban seres de espantoso aspecto. Habían sido talladas en el vívido gesto de avanzar a la carrera hacia un objetivo. Ese objetivo parecía ser... él mismo, porque, de hecho, estaba en el camino de la carrera de las estatuas.
Parados sobre cuatro patas y casi enanos, tenían un aspecto vagamente humano. Su expresión, a la vez fría y asesina, no delataba pensamientos sino un instinto bestial. Los filosos colmillos que les sobresalían de sus bocas les daban esa apariencia animal, pero los rasgos de la cara eran estilizados y no recordaban la cabeza de un simio sino la de un renacuajo o un humano recién nacido, con sus arrugas y su cabeza desproporcionada.
Poco después vio que detrás de las estatuas estaba su nave, destrozada. El movimiento de los ojos para enfocar cada objeto se le hacía increíblemente lento. Tenía en su campo visual a la nave, pero no podía concentrarse en los detalles. Sin embargo... había algo... ¡sí! ¡Un asiento de la nave estaba suspendido en el aire!
Tal vez él hubiera caído primero y la nave después. Pero no, no era eso. Ahora que podía ver un poco mejor, había unas líneas coloridas alrededor de la nave, y a partir de eso pudo deducir que ¡la nave estaba estallando! Quizá la poderosa fuerza de gravedad hacía que la expulsión de llamas y gases fuera mínima, pero de hecho un sillón y otras partículas que ahora identificaba mejor estaban saliendo desde la nave. ¡Era un estallido en cámara lenta! Ahora el sillón se hallaba en otra posición, unos centímetros más alto, y poco después comenzaba a descender describiendo muy lentamente una parábola. Eso que en la Tierra habría resultado un fogonazo, un mínimo instante inaprensible, aquí parecía prolongarse interminablemente.
Entonces, esas figuras de hombrecitos en cuatro patas... El hombre se planteó una idea espeluznante: si todo era tan lento como para dar la sensación de rigidez, esos seres que lo rodeaban no debían estar inmóviles...
Aterrorizado, trató de concentrarse en uno de ellos, el que estaba más cerca, ya que tenía la sensación de que antes tenía la boca casi cerrada, mientras que ahora parecía abierta a medias...
Después de unos cuantos minutos, tal vez quince o veinte (para entonces el sillón había recorrido un par de metros más en el aire), la boca del hombrecito estaba completamente abierta, se veían mejor sus desparejos dientes y colmillos, y algo como una espuma parecía salirle de la garganta. ¡Se movían! ¡Estaban vivos! ¡Y se dirigían hacia él para atacarlo!
Ojalá estuviera equivocado. Para alentar esa duda, se concentró en un pájaro que estaba a unos cien metros por sobre las cabezas de los hombrecitos de cuatro patas. Era un pájaro fabuloso, inmenso, con enormes músculos en sus alas que, desplegadas, no eran demasiado anchas. Mas que volar, parecía nadar. ¿Cómo podía volar un ser vivo en ese planeta?
En algo así como media hora el pájaro ya no se vio perpendicular a la cabeza del humanoide sino desplazado unos centímetros hacia la derecha. Aterrado, se dijo que, tarde o temprano, esos salvajes se arrojarían sobre él y le darían la peor de las muertes: lo despedazarían y devorarían con espantosa lentitud.
Terribles pensamientos ocuparon al hombre durante esa eternidad imposible de calcular en horas. Advirtió, además, que no había sonidos. Por una razón inexplicable, eso le resultó más aterrador que las demás comprobaciones. Qué sensación de soledad debía dar ese lugar donde las cosas no hacían ruido al ser apoyadas. Los tremendos rugidos que habrían salido de esos hombrecitos eran puro silencio, como también la explosión de la nave.
Pasadas, quizá, dos horas, el más feroz de los salvajes estaba a unos sesenta centímetros. A las tres o cuatro horas, el hombre comenzó a sentir que la garra derecha del salvaje tocaba su cuello. Una hora más tarde comenzó a dolerle, como un pinchazo. Era terrible imaginar lo que iba a demorar su muerte...
Lo que siguió fue tan extraño como todo lo anterior: durante horas el hombre vio que el grupo de salvajes coincidía en un movimiento de sus cabezas: un giro hacia el costado y hacia arriba. Cuatro o cinco horas después ya estaban de espaldas y habían comenzado una especie de huida hacia adelante, hasta desaparecer metiéndose en una cueva. El pájaro los siguió hasta allí y, al no obtener ninguna presa, volvió a elevarse.
El hombre sabía que no tenía ninguna chance de sobrevivir en ese planeta. ¿Cómo haría para pararse, correr, conseguir alimentos, defenderse de esos seres y soportar ese horrible silencio? Por todo eso, casi agradeció cuando el pájaro, tras describir un extraordinario circulo en las alturas, comenzó a bajar en un lentísimo vuelo en picada... hacia él.

El cuento realista


Es un relato de ficción que presenta situaciones que pueden ocurrir en la vida real,  donde los hechos acaecidos se muestran como reales pero son producto de la imaginación del autor. Surge a fines del siglo XIX y se  origina en la observación de las costumbres y tradiciones de los pueblos,  presentando de una manera objetiva la realidad.

Características del cuento realista:

Observación directa y objetiva de la sociedad, de sus caracteres y costumbres.
Persigue el objetivo de la verosimilitud. Se muestra el mundo tal como es , tratando  de reflejar las características de la época  y presentando personajes que pueden ser reales. 
Descripciones minuciosas de los personajes y de los escenarios.
El tiempo del relato es de un orden lineal, lógico y cronológico.
El narrador se presenta como omnisciente o protagonista.
El lenguaje refleja el habla de los personajes, sus modismos y peculiaridades.

Clasificación:
  
Costumbristas ( personajes  y hechos propios de la región).
Humorísticos:  produce el disfrute en el lector a través de personajes, situaciones y dichos que provocan risa.
Sentimentales: apela a los sentimientos. 
Policiales: son relatos donde se cometen hechos criminales.

viernes, 12 de agosto de 2016

Casete - Enrique Anderson Imbert

Año 2132, lugar: aula de cibernética, personaje: un niño de 9 años, se llama Blas.

Por el potencial de su genotipo Blas ha sido escogido para la clase Alfa. O sea que, cuando crezca, pasara a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso. Entre tanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, de limita al presente: el método de la ciencia y el uso de los aparatos de comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra...que invente. La educación en el conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa.

Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine su deber de una vez.

Blas sigue con la vista una nube que pasa. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que el naciera, siguió con la vista una mañana como esta. Y al seguirla pensaba en un niño que también la miro en una época anterior, y en tanto la miraba creía recordar que otro niño y en otra vida...y la nube ha desaparecido.

Ganas de estudiar Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete. Es un Casete.

Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a ver un concierto de música estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX, a las que justamente se refirió el tutor en un momento de distracción: "Pobres!, ¡como se habrán aburrido sin este Casete!"

Blas, en su vertiginoso siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos...el Casete admite los más remotos sonidos e imágenes: transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; remite cuerpos en relieve; permite que el converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una maquina computadora (voces, voces, nada más que voces, pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos matemáticos)

En vez de terminar el deber, Blas juega con el Casete. Es un paralelepípedo de 20 x 12 x 3 que, no obstante, su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones. Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve que es lo que debe ver y oír. Blas da vuelta el Casete en las manos. Lo enciende...lo apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que el piense sobre ellas, pero no obligarlo a que piense así o asá!

Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube: es el mismo que anda por el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos.

- ¿No sería posible - se dice - mejorar este casete, hacerlo más simple, más cómodo, más personal, más íntimo, más libre, sobre todo más libre?

Un casete también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica; que funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se lo toque con la mirada y se apague en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia adelante, hacia atrás, repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno fastidioso...Todo eso sin molestar a nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal Casete, pueda participar de la fiesta. Tan perfecto seria ese Casete que operaria dentro de la mente...proyectaría imágenes y sonidos en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de cada paisaje, la intención de cada signo...Porque, claro, también habría que inventar un código de signos. No como esos de la matemática, sino signos que transmitan vocablos: palabras impresas en láminas cosidas a un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración entre un artista literario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea.

- ¡Esto sí que será una despampanante novedad! - exclama - El tutor me va a preguntar: "¿Terminaste tu deber?". " No", le voy a contestar. Y cuando, rabioso por mi desparpajo, se disponga a castigarme otra vez, ¡zas!, lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio el proyectazo que le traigo!"...

(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera con las ciencias y estudiase lenguas. Blas no sabe, que, así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años, dibujando con una tiza en la pared, reinvento la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el libro.)

Enrique Anderson Imbert 
Nació en Córdoba, Argentina , en 1910. Profesor universitario, escritor de novelas, cuentos,, ensayos y críticas literarias.
Falleció en Buenos Aries en 2000.

jueves, 11 de agosto de 2016

El alquimista - H.P. Lovecraft


Allá en lo alto, coronando la hermosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

FIN

"El tigre gente" - Ana María Shua



"El tigre gente"

(Cuento extraído, con autorización de la autora y los editores, del libro Miedo en el sur - Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994. Colección Especiales)

Lo que les voy a contar sucedió realmente, y no me importa si me creen o no.
¿Ven? Ya empecé con una mentira. Cómo no me va a importar. Quiero que me crean. Para eso cuento. Aunque cuando termine se rían un poco y piensen que traté de engañarlos desde el principio, quiero que me crean por lo menos mientras estan acá, en mi historia: mientras estoy contando.
Ahora pienso que era un chico cuando esto sucedió. Pero eso lo pienso ahora, desde la distancia, viendo a mis hijos de esa edad. En ese momento me sentía grande y me parecía ridículo que me obligaran a llevar pantalones cortos, como se usaba entonces.
Las discusiones entre mis padres me hacían sentir más grande todavía. Papá se iba dando un portazo. Mamá se quedaba muy pálida, sin llorar, y prendía un cigarrillo. No me molestaba que fumara en casa. En cambio me daba vergüenza que prendiera un cigarrillo en la calle, o en un restorán, sobre todo cuando papá no estaba presente. Me parecía que todos nos miraban.
La que sí lloraba era mi hermanita. Yo la consolaba tratando de convencerla de que nuestros padres no habían tenido una pelea sino un "intercambio de opiniones", como decían ellos. Nos daba mucho miedo la idea de que se separaran. Cuando yo era chico los divorcios eran raros. En la escuela había una sola nena que tenía padres separados y todos hablaban del tema en susurros, como si fuera huérfana o algo peor todavía, porque nadie se muere a propósito y en cambio sus padres se habían separado porque querían.
Vivíamos en una casa de Caballito, frente al Parque Rivadavia (los mayores le decían Plaza Lezica). Papá me había enseñado a molestar a la gente que caminaba por la plaza haciendo reflejos de sol con un espejo desde la terraza.
Por esa época entró Luisa a trabajar a casa. Era una chica santiagueña unos años mayor que yo, morochita, muy flaquita, con el pelo largo, negro, lacio, los dientes marrones y unos ojos salidos como de pescado o de lechuza. Usaba una bolsita de cuero siempre colgando del cuello. Mamá decía que adentro debía tener alcanfor (aunque no se olía): mucha gente creía que el alcanfor protegía de las enfermedades.
Pronto descubrimos que Luisa les tenía miedo a los sapos. Pronto descubrimos que no era solamente miedo: era terror pánico y una irremediable sensación de asco.
Cuando papá no venía a la hora de la comida (ultimamente venía poco), Luisa se sentaba a la mesa con nosotros. No sabíamos qué le hubiera pasado si se le acercaba un sapo vivo de verdad, pero bastaba que se mencionara en la mesa la palabra "sapo" para que ella tuviera que encerrarse en el baño a vomitar.
—Es una fobia —decía una amiga de mamá, que estudiaba psicología, una carrera rara y nueva que habían empezado a enseñar en la universidad.
Con ponerle nombre no adelantábamos mucho. El que sí adelantaba era yo, que iba descubriendo cada día nuevas y más sutiles formas de atormentar a Luisa. Me daba mucha risa que una santiagueña le tuviera miedo a los sapos. Hacía distintos experimentos mostrándole de repente una foto de un sapo en el Tesoro de la Juventud, un dibujo de un sapo en la revista Billiken. Hasta llegué a comprar un sapo de goma en una casa de chascos y lo dejaba a propósito en el bolsillo cuando dejaba la camisa para lavar.
Luisa me odiaba. Se vengaba haciendo zapallitos rellenos dos veces por semana, escondiéndome el álbum de estampillas y la carpeta de recortes, cambiando las cosas de lugar cuando arreglaba mi pieza, corriéndome apenas el boton de arriba de la camisa para que me apretara el cuello y, en fin, de todas las maneras posibles, que eran muchas, porque mamá trabajaba afuera (tenía una boutique en la galería) y ella se ocupaba de todo en la casa.
Nunca me quejé a mis padres. Tampoco ella me denunció por la historia de los sapos. Esta era una guerra estrictamente privada en la que nadie más tenía que intervenir. En cambio mi hermanita Susi adoraba a Luisa, que la cuidaba y la mimaba con auténtico cariño. La chiquita se enojaba mucho conmigo por molestarla a su amiga y eso me divertía todavía más.
Uno de mis entretenimientos era recortar noticias raras del diario y pegarlas en una carpeta. Me acuerdo de la primera noticia que recorté en el diario sobre el puma suelto en Caballito. Era una de esas típicas notitas de la segunda página de La Razón que venían con un signo de admiración y uno de interrogación como título y que nadie se creía del todo. Se hablaba de que una anciana había denunciado la presencia de un puma suelto en el Parque Chacabuco. Como ningún puma se había escapado del zoológico, el diario se preguntaba si era posible que un puma se hubiera adentrado de tal modo en la ciudad sin que nadie se diera cuenta hasta entonces.
En los días que siguieron descubrí que la historia del puma seguía adelante. Eran siempre notitas muy cortas, a las que evidentemente no se les daba importancia más que como curiosidad. Un hombre decía que mientras paseaba de noche con su perro, un puma se les había cruzado y los animales habían entablado feroz combate. Un carnicero aseguraba que era un puma el animal que le había robado media res de ternera. Nunca había suficientes testigos. En el diario que papá leía a la mañana, que era más serio, las noticias del puma ni siquiera se mencionaban.
Empecé a interesarme por las costumbres de los pumas. Un día le pregunté a Luisa si había pumas en Santiago y puso cara de no entender.
—Pero sí tiene que haber —le dije—. Mirá aquí el mapa con la distribución de la fauna —y le mostré un mapa de mi manual de geografía donde se veía el dibujito de un puma que se repetía en casi todas las provincias.
—¡Qué me decís puma!, ¿si no ves que es tigre? —dijo Luisa, reconociendo el dibujo—. Tigre sí que hay por allí, en el estero hay.
—¿Y tigres sin cola? —le pregunté, acordándome de que eso me había llamado la atención en una de las noticias: el dueño del perro decía que su animal se había peleado contra un puma sin cola.
—Tigre sin cola no es tigre de verdad: es tigre gente —dijo Luisa. Y ya no quiso hablar más del tema.
Esa noche mis padres se fueron al cine. Como era viernes a la noche, se quedó a dormir en casa Miguel Angel, un compañero del colegio. Le mostré mi carpeta de recortes y se interesó mucho en el puma. Pensamos que quizás se le había escapado a su dueño, alguien que podría haberlo traído del campo para tenerlo en la casa como mascota, o algo así. Mientras hablábamos me dí cuenta de que Luisa estaba escuchando a escondidas. No era la primera vez. Me dio mucha rabia. Abrí de golpe: como estaba apoyada en la puerta, estuvo a punto de caerse.
—Lechuzona, espiona, cara de sapo —le grité. Y como me di cuenta de que nada era más efectivo, seguí insistiendo. —Cara de sapo, cara de sapo, ojos saltones, cara de sapo sapo sapo sapo sapo sapo...
Luisa se fue corriendo y llorando a encerrase en su pieza. Pronto se escucharon los pasitos de mi hermana yendo para ese lado. Susi siempre se asustaba de noche, las sombras le parecían monstruos, los bultos de ropa podían ser animales feroces, tenía miedo de los ladrones y de los vampiros al mismo tiempo. Por eso, cuando salían mis padres, se metía en la pieza de Luisa para tener compañía. Escuchaban juntas la radio, sobre todo a un cantante santiagueño que me parecía espantoso (a mí solamente me interesaban los Beatles) y que se llamaba Leo Dan.
El sábado a la mañana lo invité a Miguel Ángel, que era de otro barrio, a recorrer el Parque Rivadavia. Quería mostrarle todo: el colchón de hojas de otoño que se formaba cerca del monumento a Bolívar, el anfiteatro verde donde tocaba los domingos la banda Municipal y desde donde se podian espiar y molestar, por los agujeros entre las tablas, a las parejas que se besaban en los bancos de atrás. También las distintas clases de trompitos de eucaliptos. Los más finitos, del árbol de adelante, sobre la calle Rosario, y los gordos, los mejores de todos, que eran los más difíciles de conseguir poque había que meterse en el patio de la casilla del guardián.
Pero el Parque, que era como mi casa, estaba raro esa mañana. Lo llevé a Miguel Angel al estanque para divertirnos tirándoles piedras a los patos. Y los patos no estaban más. Había un montón de plumas tiradas por todos lados y algunas manchas de sangre sobre las piedras. En la casilla del guardián vimos gente amontonada. Nos acercamos abriéndonos paso. El guardián gordo estaba tirado en el suelo, rígido y temblando al mismo tiempo, con la cara azulada. Una baba espumosa le salía de los labios. Un compañero trataba de meterle algo en la boca. El caído tenía unos raros arañazos en la cara. No nos gustaba lo que estábamos viendo, pero tampoco podíamos sacarle los ojos de encima.
—Es un ataque de epilepsia —nos dijo alguien.
—¿Y los arañazos? —pregunté.
—Siempre se lastiman cuando se ponen así —me contestaron.
También pregunté, a nadie en especial, si se sabía lo que había pasado con los patos del estanque. Una de esas señoras que parece estar enterada de todo me explicó que un grupo de vagabundos les habían retorcido el cuello para comérselos al asador. Eso era lo que se suponía, porque en realidad nadie los había visto.
En los días que siguieron hubo varios robos en la zona, incluso un asalto a mano armada. El portero de casa comentó que a los patos no le habían retorcido el cuello sino que los habían matado los ladrones a balazos para practicar puntería.
—¡Qué vergüenza! —decía mi papá—. ¡Teniendo la Escuela de Policía a dos cuadras!
Yo seguía, como siempre, planeando maldades contra Luisa. Conseguir un sapo vivo verdadero en plena ciudad no era fácil. Pero cuando el colegio nos llevó en excursión al Museo de Ciencias Naturales, aproveché para comprar a la salida un hermoso sapo embalsamado.
El jueves a la tarde, el día de salida de Luisa, entré en su pieza para meterle el sapo en algún lugar estratégico. Cuando abrí el cajón de la mesita de luz, encontré mi carpeta de recortes y un montón de plumas de pato. Me resultó tan inesperado que me guardé el sapo y salí casi corriendo. Mi hermanita estaba tomando la leche en la cocina.
—Susana... ¿vos sabías que Luisa tenía plumas en su pieza?
—¡Claro, si me está haciendo un abanico!
Por primera vez tuve una sensación de sospecha. Mientras tanto Miguel Ángel, que seguía muy interesado en el misterio del puma, estaba haciendo algunas averiguaciones sobre el "tigre gente".
—Las personas que se convierten en tigre llevan siempre encima un pedacito de piel de animal, un cuerito. Cuando quieren, lo ponen en el suelo, se revuelcan encima y ya salen hechos tigre.
Mi hermana era la única que podía tener alguna información al respecto.
—Susita... ¿Vos viste alguna vez lo que lleva Luisa en la bolsita que le cuelga del cuello?
—Es un secreto.
—Si me decís, te regalo cuatro estampillas con mariposas. Y si no me decís... ya sabés.
"Ya sabés" era la frase que yo usaba para referirme al castigo máximo: la tenía amenazada con ensuciarle la cara con lápiz-tinta al Muñeco de Ojos Lindos.
—Cuatro estampillas con mariposas y cuatro con animales de Australia —dijo Susana, que era buena negociante.
Así fue como me enteré qué era lo que Luisa llevaba en la famosa bolsita: un trozo de piel de animal, de color marrón clarito. Ella le habia contado a Susana que el cuero era de un gatito rubio que había tenido y que se lo mataron los perros, allá en Santiago. Susana me contó haciéndose la misteriosa que el pedacito de piel parecía un animalito vivo, que cuando Luisa se lo ponía en la palma de la mano y lo acari-ciaba, se movía de verdad. ¡La muy tarada era capaz de creerse cualquier cosa!
Esa noche quise ir a ver si Luisa estaba durmiendo en su pieza y no sé si me sorprendí o encontré lo que esperaba cuando ví la cama vacía. Lo que sí me sorprendió fue la forma en que mi mamá, que había venido despacito detrás mío, me agarró de la oreja.
—¡¿Qué estás haciendo acá?! —me gritó, mucho más fuerte de lo que hacía falta.
—¡Luisa no está, mamá! ¡Mirá! ¡Se escapa de noche!
—Pero sí, hijo, qué novedad. Pobre chica, encerrada toda la semana como un pájaro en una jaula. Se escapa para encontrarse con el novio. Lo mismo me podría pedir permiso. Mientras se levante temprano, a mí qué me importa.
Empecé a mirar a Luisa con más respeto. Por las dudas, guardé bien escondido mi sapo embalsamado. Un día junté coraje y le dije, como hablando en broma, que estaba buscando quién me enseñara a convertirme en tigre gente.
—Si no necesitás magia para eso —me dijo riéndose, mostrando esos dientes marrones, arruinados por el agua mala, con arsénico, de Santiago. —Vas a ser buen mozo y con plata: ya con eso alcanza para ser tigre.
Me gustó que me dijera buen mozo, aunque fuera hablando en futuro. Y me sentí un chiquilín por haber pensado en esas tonterías. Desde entonces ya no me parecía tan fea Luisa, me gustaba su pelo tan liso, tan espeso; hasta me olvidé de sus ojos saltones.
Sin embargo, esa semana hubo una noche en que hubiera querido volver a ser un bebé para no enterarme de lo que estaba pasando entre mis padres. Esta vez la que se fue dando un portazo fue mamá. Papá caminaba por el living a grandes pasos y parecía de verdad un tigre en el zoológico, un tigre un poco pelado y gordo pero de muy mal humor. A las 11 de la noche mamá no había vuelto. Papá había hecho varias llamadas por teléfono, no sabíamos bien a quién porque no nos atrevíamos a dirigirle la palabra. Finalmente se puso un impermeable, aunque no llovía y salió de golpe. Enseguida volvió a entrar y nos miró por primera vez, como si acabara de recordarnos. Por la forma en que nos acarició la cabeza, debíamos tener cara de asustados.
—No se preocupen —nos dijo—. Vuelvo con mamá y les prometo que voy a hacer todo lo que haga falta para que no se nos escape nunca más. A dormir que mañana hay clase.
A dormir. Es fácil decirlo. Pero quién iba a poder dormir esa noche. A las doce se escucharon ruidos de llaves en la puerta y Susi corrió a abrir gritando "mamá".
Los hombres eran tres. No puedo decir qué tenían puesto, ni siquiera se lo pude decir una hora después a la policía. Estaban bien vestidos, eso sí lo recuerdo bien porque me llamó la atención. No se parecían nada a los ladrones de las historietas, que usan ropa de ladrones. El que estaba armado era uno solo. La empujaron a Susi para adentro, se metieron y cerraron la puerta.
—Quién más hay en la casa —dijo uno. Y no terminé de entenderle porque otro me estaba hablando al mismo tiempo.
—Hacé callar a tu hermana o te la callo de un golpe.
Abracé a Susi y le puse la mano en la boca. Parecía que nunca iba a poder dejar de gritar, pero sin embargo se quedó callada enseguida. En eso apareció Luisa. Otro de los tipos la había ido a buscar a su pieza y la traía de un brazo. Parecía muy tranquila.
Los hombres, en cambio, estaban nerviosos y apurados. Tenían las caras tapadas con bufandas. Dos se fueron para el dormitorio de mis padres. Por el ruido parecía que estuvieran destruyendo todo. Tiraban al suelo los cajones, los frasquitos del tocador de mamá, los veladores. El que tenía el arma me arrebató a Susi y la alzó con un brazo. Amenazando a la chiquita, que ya no se atrevía a gritar, nos preguntó dónde estaban la plata y las joyas. Las de oro.
—A la nena, le va a convenir soltarla —dijo Luisa.
—¿Porque me lo decís vos, cara de sapo? —contestó el tipo.
—Porque se le está haciendo encima de la ropa: del susto nomás —le explicó Luisa.
El hombre nos sacó la vista de encima para tantearse la ropa. De verdad que ya tenía un manchón húmedo en el traje. La soltó a Susi tan de repente que la pobrecita dio contra el suelo.
Entonces, dando un salto que nunca hubiera esperado en ella, siempre tan lenta, Luisa se nos puso delante, entre el Susi y el tipo, protegiéndola con su cuerpo.
—¡A la pieza! ¡Con llave! —gritó.
Corrimos a mi pieza por el pasillo. Yo la arrastraba a la chiquita y aunque el trayecto no tenía más que unos pasos me parecio que corríamos y corríamos infinitamente. Al entrar choqué contra el marco de la puerta, pero de eso me iba a dar cuenta mucho después, por el chichón en la frente. En ese momento no sentí nada. Con llave, había dicho Luisa, pero se olvidó que mamá no me dejaba tener llave en el dormitorio. Cerré la puerta y empujé la cama contra ella, puse sobre la cama la mesita de luz y arrimé mi escritorio.
Mientras yo armaba la trinchera y Susi lloraba sin parar, desde el living venían sonidos asombrosos, terribles. Primero, cuando todavía corríamos por el pasillo, sonó un tiro. Pero después esuchamos una especie de gruñido sordo, que duró unos segundos y se convirtió en el bramido de un animal.
Lo que siguió fue una confusión de gritos y rugidos. Los gritos de los hombres eran desesperados. Estábamos aterrorizados. Curiosamente, con el primer rugido, Susi se tranquilizó y cuando me abracé a ella fue la chiquita la que me alivió el terror con sus caricias. Les aseguro que yo no sabía bien quién quería que ganara. Busqué mi sapo embalsamado y lo tuve apretado fuerte en la mano, como si pudiera protegerme de algo desconocido.
Al rato todo quedó en silencio, pero ya no nos animábamos a salir. Cuando quise correr otra vez el escritorio y la cama, me dí cuenta de que no podía. Yo mismo no sé cómo hice para ponerlos allí. El miedo me había dado fuerzas que normalmente no tenía. Pronto escuchamos las voces asustadas de mamá y papá llamándonos. Contesté que estábamos bien. Con papá empujando la puerta mientras yo tiraba de los muebles del otro lado, logramos abrir un huequito para salir. Mamá estaba llamando a la ambulancia. Luisa estaba desmayada en el suelo en un charco de sangre.
Sin embargo, como supimos después, la bala apenas le había rozado el hombro. En el hospital la tuvieron un día en observación y después la dejaron volver a casa.
Los ladrones no llegaron muy lejos. La policía los detuvo en un allanamiento un par de días después, en un departamentito donde encontraron también buena parte de los objetos que había robado la banda. Los tres estaban en muy malas condiciones y contaron una historia ridícula acerca de un tigre que nadie les creyó.
—Imagínese, tres tipos grandotes con un arma. Les da vergüenza que la flaquita esa que tienen en su casa haya podido con ellos. Mándele mis felicitaciones —le dijo el comisario a papá.
Luisa los tuvo que ir a reconocer. Yo me salvé por ser menor. Dice papá que los tipos estaban todos arañados y lastimados, sobre todo el que Luisa reconoció como el que tenía el revólver.
—Ese es el que me dijo cara de ya-sabe-qué —comentó Luisa, que nunca pronunciaba la palabra sapo.
En cuanto se curó la herida del hombro, habló con mamá y le dijo que no podía seguir con nosotros. Al novio le había salido un trabajo en un pueblo de la provincia y se quería ir con él.
Mamá y papá se separaron y se volvieron a juntar dos veces. Hoy son una de esas parejas de viejitos que parecen haber nacido para pelearse y quererse al mismo tiempo. Pero en alguno de tantos problemas económicos que hubo en el país, mi padre tuvo que liquidar la fábrica.
Y fue por eso que, a pesar de los buenos deseos de Luisa, nunca llegué a tener tanta plata como para convertirme en tigre.
Sobre el tigre gente
Lo llaman también el capiango. El tigre negro. El tigre uturunco. El runa uturunco. Y eso es, nomás: un tigre gente.
Tigre, pero sin rayas. Porque así se le llama a los pumas en los lugares donde de verdad hay pumas.
Uturunco es la palabra quichua para puma. O tigre. En Tucumán se lo encuentra, y en Santiago. En Mendoza, San Luis, Catamarca, San Juan.
En el Chaco, Misiones, y Entre Ríos, tierra de guaraníes, hay uno parecido: el yaguareté-abá. El indio tigre, el indio jaguar, le dicen.
Y será por falta de trabajo allá en el campo, que se ha venido el tigre gente a buscar conchabo en la ciudad.
No podría esconderse en el zoológico, porque es fácil reconocerlo: el tigre gente no tiene cola.
Y es más feroz que un puma común.
Pero no ataca a la gente: nomás le gusta asustarla.
No sufre, como el pobre lobisón, transformaciones indeseadas. Al contrario. Lleva siempre encima un cuerito mágico, un pedacito de piel de puma que es su talismán.
Cuando quiere convertirse en tigre, lo pone en el suelo y se revuelca encima, primero sobre la mano izquierda, después sobre la derecha.
Ese cuerito es algo vivo. Da brincos y si lo toca un extraño, trata de escapar.
Asustar a los que se hacen los valentones es su diversión preferida. Imagínenese a un hombre o una mujer cualquiera, gente por lo general callada y tímida, de la que se burlan los demás: como Clark Kent, exactamente así es el tigre gente.
Pero no siempre es como Súperman. No es de Kripton: es mucho más humano. Alguna vez puede hacer alguna buena acción por los demás. Pero generalmente se da el gusto, siendo tigre, de hacer quedar en ridículo a los que lo molestaron siendo persona.
A la hora de comer, elige a los mejores potrillos, a los más carnudos, gordos y tiernos, con hambre de puma y con inteligencia humana.
Tiene que cuidarse siendo tigre de los tigres o tigras verdaderos. Porque los animales lo reconocen. Y también porque si se llega a enamorar, estando transformado, de un bicho de verdad, nunca más va a poder volver a ser persona.
Tiene que cuidarse siendo hombre de emborracharse demasiado: no vaya a vomitar algo que comió siendo tigre y que los otros puedan reconocer, que así hubo casos.
La lluvia los delata siendo tigres. La lluvia da nostalgia, trae recuerdos, hace hablar de más.
Si te encontrás en un día de lluvia con un puma pensativo, y al acercarte te comenta "Pero mirá qué lindo llueve", no te quepa duda: es un tigre gente.
Te conviene hacerte amigo.