Bienvenidos!

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lunes, 17 de diciembre de 2012

La sociedad de los poetas libres

A todos los soñadores que pincelan palabras.

En un mundo ignoto
de pensamientos vivía
una sociedad secreta tan hermética 
que los fantasmas de las ideas
decidieron investigar su paradero.
Surcaron montañas de letras,
consonantes, pronombres y verbos.
Pasaron ríos plagados
de preposiciones, artículos y acentos.
Una avalancha de adjetivos
casi los tapia entre lanzas de diptongos 
y las letales rimas mientras pasaban 
un destartalado puente colgante 
hecho de fibras de sujetos
y pretéritos imperfectos.
Sin aliento, llegaron a la cima.
Adheridos a una lustrosa pared de comas 
pasaron sobre los resbaladizos
puntos suspensivos
y de pronto, ahí estaban,
frente al majestuoso
y señorial punto final
que estaba flanqueado
por dos rudos puntos y coma
que sostenían afiladas exclamaciones 
y cuatro fuertes e insensibles dos puntos 
que en su pecho terciaban
un enjambre de cartuchos de interrogantes.
Recobradas las fuerzas,
los fantasmas de las ideas,
tambaleantes, le preguntaron:
¿Qué tenemos que hacer
para tener el honor de ser 
miembros de vuestra distinguida sociedad?...
¿Qué méritos alcanzar
y cuál la cuota que debemos pagar?
El privilegio es simple,
contestó el Rey de los puntos,
tanto que no se necesita mucho: 
Es tomar amor, sueños y fantasía 
y juntas lanzarlas en un bosque 
repleto de pasión, ilusión y sentimientos.
Cuando comienza a oler a esperanza 
se adereza con un poquito de dolor, 
se le echa dos gramos de realidad
y cuatro cucharadas de imágenes surtidas 

y dos hojas de llanto picante
cultivadas en el corazón.
Cuando la cocción
pasa de las horas del pensamiento 
ha llegado el momento ideal
de ponerlo a enfriar
no sin antes darle otro toque de amor.

Después, sólo una palabra…
y detrás de ella otra cabalgando 
sobre una más lejana y ésta corriendo 
con alegría tras otra que busca la libertad.

Diego Fortunato

sábado, 15 de septiembre de 2012

Romeo y Julieta (Shakespeare)

ANALISIS DE CONTENIDO

Ubicación Espacio Temporal de la Obra y su Autor

Ubicación de la obra

La obra Romeo y Julieta se dice según historiadores literarios fue escrita entre los años 1594 y 1595, se encuentra ubicada dentro del periodo inicial de la producción literaria de Shakespeare, iniciada aproximadamente en el año 1590. Este periodo fue muy productivo, pues antes de esta obra ya había escrito cuatro dramas históricos como Ricardo III; cuatro comedias como Sueño de Una Noche de Verano; los poemas Venus y Adonis y parte de sus cincuenta y cuatro sonetos (1592 - 1597), producciones líricas que lo ubicaron como un poeta y autor de calidad extraordinaria.
Shakespeare en este periodo forja sus armas expresivas y en el juego con el lenguaje, alcanzando en Romeo y Julieta su primera obra maestra y su primera obra de tragedia. Se observa que el poeta ha alcanzado un gran dominio y técnica dramática.
El tema de la tragedia se dice que fue extraída de una historia de Verona – Italia - que varios autores utilizaron, como la versión realizada en forma de poema por el inglés Arthur Brooke, llamada The Tragical Historie of Romeus and Juliet.
La obra alcanza un éxito inmediato. Astrana Marin en su prólogo de las Obras Completas de Shakespeare, anota: “La reina aprende pasajes de la obra genial , las mujeres se visten a lo Julieta y murmuran a sus amantes palabras tomadas a la heroína del día...”.
En el año 1597 aparece la primera edición, irónicamente es una versión pirata elaborada a partir de la memoria de los actores, sistema muy utilizado en la época para sacar provecho económico de las obras que habían ganado el favor del público. Se han encontrado tres ediciones con importantes variantes y lagunas. La pieza aparece completa y se admite como la versión más exacta, en la primera edición de Obras Completas de Shakespeare: el famoso y venerable infolio de 1623.

Ubicación del Autor

William Shakespeare nació en Stratford - upon - Avon en una fecha desconocida, pero fue bautizado el 26 de Abril de 1564. Su educación también es una incógnita, se dice que cursó en la Escuela Latina de Stratford o asistió a la Universidad de Oxford, pero existe una suposición que dice que fue un autodidacta extraordinario.
A la edad de 21 años estaba a cargo de su esposa Anne Hathaway, de sus tres hijos, de su padre en bancarrota y de cuatro hermanos menores de edad, esto lo obliga a abandonar su pueblo e ir a Londres a probar fortuna.
En el año de 1592, Shakespeare trabaja de cuidador de caballos en teatros, la peste llegó a Londres y se supone que el autor pasó un tiempo en el norte de Italia de donde se puede suponer que tomó el entorno para sus obras como Romeo y Julieta y los dos Hidalgos de Verona y en 1593 escribe poesía como Venus y Adonis y la Violación de Lucrecia. También entra en una compañía teatral donde gana favoritismo por sus obras. Shakespeare en adelante maneja múltiples temas como históricos, de estado y románticos.

TEMA

La temática de Romeo y Julieta es sencilla de manejar pues se puede decir que maneja tres temas:

El Odio: el enfrentamiento que mantienen Capuletos y Montescos enmarca la relación extraordinaria entre Romeo y Julieta.

El Amor: la pasión que manejan los amantes es desbordante y frenética, se puede observar en el corto periodo de seis días donde se enamoran, se casan, tienen su noche de bodas y sucede la tragedia.

La Tragedia: el amor entre Romeo y Julieta es trágico desde el principio al ser obligados a encontrarse a escondidas y como una burla del destino culmina en el fallido plan con desenlace fatal.

El tema de Romeo y Julieta, que exalta la leyenda de dos amantes cuyo amor los eleva a la muerte a causa del entorno social y familiar de la época ya había sido registrado antiguamente como las historias literarias de Piramo y Tisbe, Hero y Leandro, en la edad media Tristan e Isolda, en España renacentista Calixto y Melibea.
La historia que más se acerca a la de la que Shakespeare extrajo su tema fue una obra de origen italiano, publicada en 1476, un cuento de Masuccio de Salerna en el que aparecen elementos como la ironía de la poción preparada por el monje para fingir la muerte del joven para reunir a los amantes. En 1935 aparece la narración de Luigi da Porto que sitúa la acción en Verona y los amores de Julieta Capuletti y Romeo Montecchi ocurrida en 1300. Es notable la mención que hace Dante Alighieri en La Divina Comedia en el canto  6° del Purgatorio en la que habla acerca de personajes causantes del desastre entre Montescos y Capuletos exaltando las características de Romeo.
La más celebre de todas fue la versión de Mateo Bandello, publicada en 1554, que inspiró al inglés Arthur Brooke a escribir The Tragical Historie of Romeus and Juliet en 1562 y la versión del cuentista William Painter en 1567. Lo más probable es que Shakespeare tomara uno de ellos como tema de su obra trágica Romeo y Julieta.
Además se puede decir que la temporada que pasó en Italia en las ciudades de Florencia y Milán a causa de la peste que azotaba Londres, cooperaron para que Shakespeare tuviera el conocimiento exacto del entorno espacial y costumbrista de estos territorios.

ARGUMENTO

La escénica de Romeo y Julieta no tiene complicaciones y puede llegar a sorprender su sencillez, la concentración en el tema y del tiempo resultan en una estructura fácil de entender. Observamos escenas de amor frenético y veloz donde el autor imprime un vértigo como el rápido matrimonio, pero también existen contrastes como la muerte de Mercutio justo después de la boda. La historia relata:
En la ciudad de Verona existen dos familias rivales que mantiene un rencor antiguo que involucra hasta ajenos a las familias como Paris y Mercutio.
Los dos únicos descendientes de cada familia Romeo y Julieta se ven por primera vez en una reunión y se enamoran perdidamente.
Los amantes se ven obligadamente a escondidas la segunda vez, la tercera vez se casan en secreto gracias al Fray Lorenzo.
Poco después de la boda en un enfrentamiento entre Montescos y Capuletos muere el mejor amigo de Romeo, Mercutio en manos del sobrino Capuleto Teodobaldo. Romeo en venganza le da muerte a este, el príncipe condena a Romeo al destierro a Mantua.
La cuarta vez que los enamorados se ven consuman su noche de bodas. El padre de Julieta planea el matrimonio con el caballero Paris.
Fray Lorenzo crea un plan para salvar el amor de Romeo y Julieta. Ella beberá una poción en una ampolleta que la hará parecer muerta durante 42 horas. Ella cumple el plan.
El mensajero de Fray Lorenzo fracasa en el camino para avisar a Romeo el plan. Este se entera de la supuesta muerte de Julieta y decide regresar a Verona para morir junto a la tumba de su amada.
En el cementerio se encuentran Romeo y Paris. Se enfrentan y Paris muere. Romeo bebe un veneno antes que Fray Lorenzo lo evite y que Julieta despierte.
Julieta despierta y Fray Lorenzo le explica la situación. Los guardias ahuyentan al Fray y Julieta toma la daga de Romeo y se suicida.
En el cementerio Fray Lorenzo cuenta la historia y finalmente parece que las familias harán las paces.

ESPACIO

De la ciudad de Verona se conocen los sitios comunes de las familias enfrentadas como la plaza pública, algunas calles y el cementerio. Las calles y la plaza sirven como escenario de los enfrentamientos entre Montescos y Capuletos, aunque también se puede mencionar la agresión de Teodobaldo contra Romeo en la casa Capuleto.
Quizás el espacio más importante es  la casa Capuleto; el jardín que da con la ventana de la habitación de Julieta, donde suceden los encuentros secretos más trascendentales entre los amantes, además, ahí consuman su noche de bodas. La celda de Fray Lorenzo denota el afán de la unión de Romeo con Julieta en su amor frenético, sin importarles el lugar ni la situación.
Mantua, ciudad de exilio de Romeo se presenta como una figura lúgubre y triste, quizá por la separación de su amada, la tienda del boticario se presenta con una atmósfera lúgubre incluyendo al demacrado dueño, como preludio del suicidio de Romeo.
Finalmente el cementerio es el sitio de desenlace donde el destino trágico de la pareja se lleva a cabo, pero también simboliza con el entierro de los jóvenes, también el entierro del odio entre las familias.

TIEMPO

Cronológico

Se conoce que la acción de la obra transcurre en un corto periodo, se dice que es de solo seis días:
Julieta está a dos semanas de cumplir catorce años.
Se ven por primera vez y se enamoran.
Se encuentran a escondidas.
Se casan secretamente.
Consuman el matrimonio.
La tragedia con el veneno.

Histórico

Según el argumento, el tema y algunas extracciones de la obra se ubica en el siglo XV en sus últimas décadas, pero resulta impreciso si se toma en cuenta el origen de la leyenda y por esto el tiempo histórico no puede estar totalmente definido.

Atmosférico

El tiempo atmosférico en Romeo y Julieta se presenta solo en forma de frases figurativas, solo se observa una real donde Mercutio comenta la idea a Benvolio de refrescarse a causa del calor de Verano.
En sentido figurativo se puede observar en los diálogos románticos de los amantes como en el momento:
Romeo: “¡Noche, deliciosa noche, solo temo que por ser de noche no pase todo esto de un delicioso sueño!”
Señora Capuleto: “No tiene flor más linda la primavera de Verona”

Escritura

La obra Romeo y Julieta se dice según historiadores literarios fue escrita entre los años 1594 y 1595, se encuentra ubicada dentro del periodo inicial de la producción literaria de Shakespeare llamado Lírico, iniciado aproximadamente en el año 1590 .

LOS PERSONAJES

Romeo Montesco

Romeo desde que inicia la historia es romántico y enamorado, aunque de Rosalia. Romeo se muestra como un personaje pacífico al inicio al intentar evitar una disputa entre Teodobaldo y Mercutio, pero también vengativo al encargarse de matar a Teodobaldo.
Romeo por amor se ve dispuesto a todo, hasta a  morir por su amada. Él es osado como cuando después de una corta charla besa a Julieta o también cuando ingresa furtivamente al jardín de la casa Capuleto. Así este personaje no muestra ninguna característica heroica, se puede observar en la absurda solución de suicidarse, lo cual es una actitud inmadura y también una falta de gallardía.

Julieta Capuleto

Este personaje al inicio de la obra se ve como una persona sumisa y obediente a las órdenes de sus padres, pero  no está de acuerdo con la decisión de su padre de  casarla con Paris. En la fiesta se muestra presa del galanteo de Romeo. Después no despega de su mente su imagen y lo extraña y recuerda en todo momento. El personaje tiene una característica ansiosa cuando espera la aparición o noticias de su amado, también en algunas escenas se muestra decidida a retar al destino y el odio entre las familias para proteger su amor a Romeo. La soledad por el exilio de su esposo la deprime notoriamente, así inicia su tragedia, pero ella aparenta que es a causa de la muerte de su primo Teodobaldo. Al verse comprometida con Paris, al cual ve como una amenaza a su amor, y ante la presión de sus padres, ve que la salida es el plan de Fray Lorenzo y dispuesta a todo lo cumple, pero al despertar y  ver la tragedia ella presenta la misma cobardía de Romeo y se suicida con la daga de este.

Fray Lorenzo

Este es un personaje fundamental en la tragedia, pues fue el que casó a los amantes. En esa escena se ve como una persona comprensiva y bondadosa, gracias a que no está involucrado con ninguna de las familias enfrentadas accede a casar a la pareja de forma efectiva y rápida al ritmo del amor frenético de Romeo y Julieta. Además, él visualizaba que con esto podría existir paz entre las familias.
Fray Lorenzo fue la persona que creó el trágico plan de la muerte simulada de Julieta, gracias a que él tenía conocimientos de alquimia y manejo de brebajes y pociones. Este personaje se ve como una persona práctica e inteligente, siempre dispuesto a ayudar a Romeo y a Julieta con su amor. Al enterarse del fracaso del mensajero Fray teme la tragedia y llega muy tarde al cementerio para evitarla. En el momento en que Julieta despierta le explica la situación y huye cobardemente dejándola a su suerte. En el final de la obra Fray Lorenzo termina contando la historia de cómo fue la persona causante indirectamente de la muerte trágica de Romeo y Julieta.

Mercutio

Este personaje es el mejor amigo de Romeo, es el más destacado del grupo de amigos por su sagacidad y sus intervenciones agudas y críticas y según una descripción de Romeo, es muy hablador e impertinente: “...habla más en una hora que lo que escuchas tú en un mes...”
Mercutio es un personaje que continuamente está criticando a todos los que lo rodean, especialmente a Romeo, pero en el fondo, lo aprecia e intenta aconsejarlo. Esta forma de hablar entra en contraste con el romanticismo exagerado de Romeo.
Al enfrentarse con Teodobaldo, Mercutio es herido de muerte, pero él aparenta fuerza y valentía. Con su muerte Romeo muestra un poco de valentía heroica al vengarlo, además, rompe relaciones con sus amigos y con su familia.

Teodobaldo Capuleto

Sobrino Capuleto de actitud belicosa y de odio absoluto a la familia de los Montescos. Siempre produce enfrentamientos armados en la plaza como el en  que muere. También se muestra violento cuando muestra la idea de acabar con Romeo en el mismo momento de la fiesta que habían organizado.
Pero Teodobaldo no es limpio, en el combate con Mercutio él aprovecha una intervención de Romeo para matar a Mercutio de una estocada. Huye cobardemente, pero regresa con ínfulas de valentía y buscando también acabar con la vida de Romeo, que se defiende con ira vengativa y de esta manera logra vencerlo.

Paris

Este personaje es refinado y de buenas costumbres. Es pariente del príncipe Escala. Es apreciado por Capuleto por su parte material, su linaje y su distinción. Por esto acepta inmediatamente la proposición de matrimonio para su hija Julieta. Él, indirectamente, termina como la persona que se entromete en el amor de Romeo y Julieta. En el cementerio se enfrenta con Romeo donde este muere según su deseo al lado del supuesto cadáver de Julieta.

Benvolio Montesco

Benvolio es también pacífico, lo que se ve al separar el enfrentamiento de los criados Capuletos y Montescos. Él se nota preocupado por la depresión de Romeo y se idea asistir a la fiesta de los Capuletos donde Romeo conocerá a Julieta. Benvolio pierde su importancia con la muerte de Mercutio.

Ama

El Ama o nodriza de Julieta aparece como personaje incondicional y cómplice de todos los actos de Julieta o como la contraparte de los amigos de Romeo. Ella es inteligente y conoce lo que le conviene a Julieta, como al tratar de convencerla de que se case con Paris, dejando a un lado a Romeo que no era nada a comparación de él. En sus intervenciones se observa el carácter vulgar y falto de tacto.

Escala

Es el príncipe de Verona, el cual en el principio aparece como una figura con más autoridad que las familias enfrentadas para disipar los enfrentamientos en la plaza pública. Además, también aparece como mediador entre estas. Él asume un carácter indulgente con Romeo al perdonarle la pena de muerte por la de destierro, al final de la obra el príncipe toma un carácter mediador en el cementerio para propiciar la reconciliación entre Capuleto y Montesco.

Capuleto

El señor Capuleto se observa como un personaje fuerte, con actitud decidida y rápida, como al planear en un encuentro el matrimonio de Julieta con el hidalgo Paris. También muestra actitudes furiosas ante la negativa y desacuerdo de Julieta con la idea de su matrimonio. Este personaje interviene fuertemente en las decisiones como al adelantar la boda. Finalmente sede su personalidad al hacer la paz con Montesco.

Montesco

Montesco aparece poco en la obra. En la primera escena se presenta preocupado por la depresión de su hijo, luego prácticamente en el final de la obra para la reconciliación.

Señora de Capuleto

Es un personaje que representa el nivel normal de las esposas de esa época, obedientes y apegadas a sus esposos, de matrimonios arreglados. Ella es muy estricta con su hija Julieta, pero al final sede de manera resignada al comportamiento de su hija. Este personaje solo está ligada al conflicto por su esposo.

Señora de Montesco

Muy similar a la señora Capuleto, obediente y abnegada, se muestra conciliadora, en el acto final se observa que muere de pena por su hijo Romeo.

Además aparecen:

Fray Juan: Mensajero que fracasó en la misión de avisar a Romeo sobre el plan.

Boticario: lúgubre y demacrado personaje que le vende el veneno a Romeo.

Baltazar y Abraham: criados de los Montesco.

Sansón y Gregorio: criados de los Capuleto.

ACCION

La obra presenta muchos momentos de acción como los enfrentamientos fuertes entre Montescos y Capuletos, cada uno de estos incluía armas, espadas.
La acción más importante que se encuentra en la obra quizás es el momento de incertidumbre reinante desde el instante en que se comienza a ejecutar el plan de Fray Lorenzo. Julieta se ve obligada a arriesgar su vida con la ampolleta de la poción y es enterrada viva. Romeo se desespera por llegar a Verona a suicidarse al lado de su amada supuestamente muerta. El enfrentamiento final de Romeo con Paris. El afán de Fray por llegar a tiempo al cementerio y evitar la tragedia que, por supuesto, no logra.

ANALISIS DE FORMA

EL PLAN

La obra Romeo y Julieta se ubica en la etapa renacentista inglesa. Shakespeare utiliza esta obra como medio de ajustarse a la temática del periodo literario que estaba en uso en esa época, este periodo era el Isabelino, comprendía un estilo romántico y fino que hablaba de una nueva clase social llamada la Burguesía. Este autor tomó las corrientes de la época de escritores consagrados como Greene Kyd y Marlowe, pero inició nuevos estilos teatrales, con más fuerza, riqueza en contenido y de personajes con más pasión.
Los personajes de sus obras eran completos y también incluía frases vulgares, que no eran del agrado en un medio donde se manejaba la belleza total.
En conclusión la obra “Romeo y Julieta” fue una obra maestra con la que Shakespeare quiso reflejar mediante la tragedia, las dificultades que pasan sus personajes por las costumbres burguesas, pero, principalmente, el amor que trasciende todo límite.

PROCEDIMIENTO DE ELABORACION

El autor dividió la obra en cinco actos para mostrar una secuencia ordenada de los sucesos y del desarrollo de la historia.
En el primer acto plantea un enfrentamiento entre familias y el nacimiento del amor entre Romeo y Julieta.
En el segundo acto se observa el amor frenético de los amantes y su matrimonio.
En el tercer acto empieza la tragedia con la muerte de Mercutio y este incidente resulta en el destierro de Romeo, además, incluye la noche de bodas.
En el cuarto acto se ejecuta el fatídico plan de Fray Lorenzo y los Capuleto la dan por muerta.
En el quinto acto llega la tragedia a su máximo punto, con la confusión resulta el suicidio de Romeo y Julieta, pero esto conlleva la paz entre las familias enemigas.
Shakespeare, maneja un desarrollo de la obra sin narrador, obviamente lo que generalmente, pero no siempre, es manejado en teatro son los diálogos, que en la obra son continuos, galantes y poéticos y algunos graciosos.
La descripción que se maneja en Romeo y Julieta no es recargada, para facilitar el manejo escenográfico, pero si es rica en los personajes para una perfecta representación actoral, la descripción de los lugares es notoriamente relacionada con la situación del momento, como el lúgubre establecimiento del boticario o la noche romántica de los encuentros secretos de Romeo y Julieta.

VOCABULARIO

El vocabulario se ve claramente romántico y medieval, con palabras que han caído en desuso actualmente. A continuación veremos una lista de palabras extrañas:

Abolengo: alcurnia.
Acerbo: agrio, de mal sabor.
Almena: prisma de roca de los muros de fortalezas.
Anuencia: autorización.
Arcabuz: pistola primitiva.
Besugo: pez marino.
Bon jour: saludo francés.
Coloquio: conversación.
Contrapelo: contra los parámetros.
Deudo: pariente.
Diana: diosa de la caza, blanco.
Escabel: descansapies.
Escarnecer: burlar.
Felón: traidor.
Látigo de Faetón: látigo de jinete.
Heraldo: mensajero.
Hidalgo: caballero.
Indemne: exento de daño.
Inicuo: malvado.
Landre: tumor en el cuello.
Mandrágora: planta - animal mítico.
Membrillo: fruto aromático.
Mozuelo: joven.
Pécora: persona malintencionada.
Punición: castigo.
Reyerta: pelea.
Sino: destino.
Tostigo: veneno, ponzoña.
Zarza: arbusto, maleza.

RECURSOS EXPRESIVOS

SIMIL:

Se observa en los diálogos románticos de Romeo al referirse a Julieta como una joya, manejando los colores en contraste con el ambiente nocturno.

METAFORA:

Aparece también en los diálogos románticos de Romeo y en los de Julieta, además en el príncipe al referiste a los continuos enfrentamientos en plaza pública.

HIPERBOLE:

De nuevo aparece en los diálogos románticos de los enamorados y en las expresiones de tristeza de estos a causa de su separación.

IRONIA:

Se maneja en las explicaciones del Fray y en los diálogos de reconciliación entre Montescos y Capuletos.

PARADOJA:

Se presenta en Romeo  en frases como “pluma de plomo o fuego helado” en el inicio de la obra.

ELEMENTOS DE LA NARRACION

En la obra teatral de Romeo y Julieta no aparece un narrador definido, hay ausencia de narrador en primera persona.
Lo anterior conduce a que el principal y único elemento narrativo de la historia son los personajes. Los diálogos están divididos en parlamentos y los personajes son los únicos que relatan el desarrollo de la tragedia. En general el manejo que estos realizan de la historia es lo que ellos están viviendo y experimentando.
El narrador de tercera persona es el lector. La obra de Shakespeare maneja una rapidez que lo anima a continuar, y la ausencia de un narrador facilita la comprensión total de la historia y hace sencillo profundizar en cada personaje.

PUNTOS DE VISTA

La historia es práctica y fácil de entender. Es agradable el ritmo que imprime Shakespeare a la historia de los amantes. La disputa entre Montescos y Capuletos deja una gran afirmación que ya es claramente conocida, que de la guerra solo resultan perdidas. La conclusión de la obra es lúgubre, pero es obvio que esto se debe esperar de un escrito del género tragedia.
Romeo y Julieta es una obra admirable, digna de representación teatral. La historia es rápida y se ajusta a un gusto práctico y moderno.

Romeo y Julieta






miércoles, 29 de agosto de 2012

Cuento "El pozo y el péndulo" de Edgar Allan Poe


Impia tortorum longas hic turba furores 
Sanguina innocui, nao satiata, aluit. 
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, 
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un
mercado que ha de ser erigido en el
emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)

Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más que silencio, calma y noche.

Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la había perdido por completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo... ¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su atención.

Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo... descendiendo... siempre descendiendo... hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.

Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente recordar.

Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente suprimida.

Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos.

Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa muerte.

Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó en dominarme.

Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no podía impedirme pensar que lo era.

Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí violentamente de bruces.

En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación.

Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente las características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban.

Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi imaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.

La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel.

Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no había ningún otro en el calabozo.

Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecía un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente condimentada.

Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pintura representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de la celda.

Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.

Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.

Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.

¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos... más y más íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete.

Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña de mi sayo..., retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra vez... A pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilante violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.

Bajaba... seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullido de un espíritu maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara.

Bajaba... ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar un alud!

Bajaba... ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.

Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a ejecutarlo.

Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.

Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio... la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil.

No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.

Libre... ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentos pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la abertura.

Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.

¡Irreal...! Al respirar llegó a mis narices el olor característico del vapor que surgía del hierro recalentado... Aquel olor sofocante invadía más y más la celda... Los sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos... Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo... todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.

El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de producirse en la celda..., y esta vez el cambio tenía que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara por apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...

¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.

                                                                 FIN

lunes, 13 de agosto de 2012

Ejercicios de Cohesión

En la carpeta reescriban los siguientes textos  utilizando el recurso de la elipsis.

Mafalda es el nombre de una tira de prensa argentina desarrollada por el humorista gráfico Quino de 1964 a 1974. Mafalda está protagonizada por la niña homónima, «espejo de la clase media latinoamericana y de la juventud progresista». Mafalda se muestra preocupada por la humanidad y la paz mundial, y  Mafalda se rebela contra el mundo legado por sus mayores.
Mafalda es muy popular en Latinoamérica en general, así como en algunos países europeos: España, Italia, Grecia y Francia. Mafalda ha sido traducida a más de treinta idiomas.Umberto Eco, quien ha escrito la introducción a la primera edición italiana de Mafalda, ha dicho amar a Mafalda «muchísimo» y considera  a Mafalda muy importante. Hay que leer a Mafalda   para entender a la Argentina; sin embargo, las inquietudes que manifiestan Malfalda y sus amigos en la historieta son de indole universal.


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Queridos amigos:

Los invito a la próxima reunión del Club de los fanáticos del tranvía, el próximo martes a la hora 17. En ella se tratarán los temas que ustedes propusieron . Me gustaría recibir, antes de esa fecha , sugerencias de otros temas para que podamos tratarlos en la misma reunión.


Saludos cordiales,

Germán.


miércoles, 8 de agosto de 2012

"Un libro moderno" de Mario Vargas Llosa

La modernidad del Quijote está en el espíritu rebelde, justiciero, que lleva al personaje a asumir como su responsabilidad personal cambiar el mundo para mejor, aun cuando, tratando de ponerla en práctica, se equivoque, se estrelle contra obstáculos insalvables y sea golpeado, vejado y convertido en objeto de irrisión. Pero también es una novela de actualidad porque Cervantes, para contar la gesta quijotesca, revolucionó las formas narrativas de su tiempo y sentó las bases sobre las que nacería la novela moderna. Aunque no lo sepan, los novelistas contemporáneos que juegan con la forma, distorsionan el tiempo, barajan y enredan los puntos de vista y experimentan con el lenguaje, son todos deudores de Cervantes.
     Esta revolución formal que significó El Quijote ha sido estudiada y analizada desde todos los puntos de vista posibles, y, sin embargo, como ocurre con las obras maestras paradigmáticas, nunca se agota, porque, al igual que el Hamlet, o La Divina Comedia, o la Ilíada y la Odisea, ella evoluciona con el paso del tiempo y se recrea a sí misma en función de las estéticas y los valores que cada cultura privilegia, revelando que es una verdadera caverna de Alí Babá, cuyos tesoros nunca se extinguen.
     Tal vez el aspecto más innovador de la forma narrativa en El Quijote sea la manera como Cervantes encaró el problema del narrador, el problema básico que debe resolver todo aquel que se dispone a escribir una novela: ¿quién va a contar la historia? La respuesta que Cervantes dio a esta pregunta inauguró una sutileza y complejidad en el género que todavía sigue enriqueciendo a los novelistas modernos y fue para su época lo que, para la nuestra, fueron el Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido de Proust, o, en el ámbito de la literatura hispanoamericana, Cien años de soledad de García Márquez o Rayuela de Cortázar.
     ¿Quién cuenta la historia de Don Quijote y Sancho Panza? Dos narradores: el misterioso Cidi Hamete Benengeli, a quien nunca leemos directamente, pues su manuscrito original está en árabe, y un narrador anónimo, que habla a veces en primera persona pero más frecuentemente desde la tercera de los narradores omniscientes, quien, supuestamente, traduce al español y, al mismo tiempo, adapta, edita y a veces comenta el manuscrito de aquél. Ésta es una estructura de caja china: la historia que los lectores leemos está contenida dentro de otra, anterior y más amplia, que sólo podemos adivinar. La existencia de estos dos narradores introduce en la historia una ambigüedad y un elemento de incertidumbre sobre aquella "otra" historia, la de Cidi Hamete Benengeli, algo que impregna a las aventuras de Don Quijote y Sancho Panza de un sutil relativismo, de un aura de subjetividad, que contribuye de manera decisiva a darle autonomía, soberanía y una personalidad original.
     Pero estos dos narradores, y su delicada dialéctica, no son los únicos que cuentan en esta novela de cuentistas y relatores compulsivos: muchos personajes los sustituyen, como hemos visto, refiriendo sus propios percances o los ajenos en episodios que son otras tantas cajas chinas más pequeñas contenidas en ese vasto universo de ficción lleno de ficciones particulares que es Don Quijote de la Mancha.
     Aprovechando lo que era un tópico de la novela de caballerías (muchas de ellas eran supuestos manuscritos encontrados en sitios exóticos y estrafalarios), Cervantes hizo de Cidi Hamete Benengeli un dispositivo que introducía la ambigüedad y el juego como rasgos centrales de la estructura narrativa.


Mario Vargas Llosa ."Una novela para el SXXI"

lunes, 30 de julio de 2012

Recuerdo perdido de Isaac Asimov


Transcurridos miles de siglos recordó que era Ames. No la combinación de longitudes de ondas que a través de todo el universo era ahora el equivalente de Ames, sino el sonido que correspondía a la pronunciación de su nombre. Nació así una pálida evocación de las ondas sonoras que ahora no percibía, y que no percibiría jamás.
El nuevo proyecto aguzaba su memoria, resucitando tantas y tantas cosas extraviadas en la noche de los tiempos.
Entonces condensó las cargas de energía que constituían el conjunto de su individualidad, y sus líneas de fuerza se extendieron mucho más allá de las estrellas.
La respuesta de Brock llegó hasta él.
«Puedo confiar en Brock», pensó Ames. Estaba seguro.
El flujo energético de Brock entró en contacto con el suyo:
—¿No vas a venir, Ames?
—Claro que sí.
—¿Participarás en el concurso?
—¡Sí! —Las líneas de fuerza de Ames se agitaron con intensas pulsaciones—. Sin duda. He soñado con una nueva forma artística. Algo original.
—¡Cuánto esfuerzo derrochado en vano! ¿Cómo puedes creer que exista una nueva variante después de dos mil siglos? No podemos descubrir nada nuevo.
Por un momento Brock quedó fuera de fase e interrumpió la comunicación, y Ames se vio obligado a reajustar sus líneas de fuerza. Captó entonces extraños pensamientos a la deriva, le llegó una visión de galaxias polvorientas sobre el telón aterciopelado de la nada, percibió las líneas de fuerza de torrentes insondables de energía de vida, errantes por toda la galaxia.
—Por favor, Brock —suplicó Ames—, absorbe mis pensamientos. No bloquees tu mente. Se me ha ocurrido la manera de manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia. ¿Por qué molestarse con Energía? No hay nada nuevo en la Energía, y lo sabes. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Acaso no prueba eso que debemos experimentar con la Materia?
—¿La Materia?
Ames registro entonces las vibraciones energéticas de Brock y las interpretó como manifestaciones despectivas.
—¿Por qué no? —dijo—. ¿Acaso nosotros no hemos sido antes Materia? De eso hace un quintillón de años, por lo menos ¿Por qué no construir objetos o incluso formas abstractas partiendo de la materia en un medio material? Escucha, Brock... ¿Por qué no moldear una réplica nuestra con Materia, una Materia a nuestra imagen y semejanza, tal como fuimos alguna vez?
—No recuerdo nuestro aspecto —dijo Brock—. Todos lo olvidaron ya.
—Yo lo recuerdo —dijo Ames con vehemencia—. No pienso en otra cosa, y estoy comenzando a recordar. Brock, déjame mostrarte. Dime que tengo razón. Dímelo.
—No. Es estúpido. Es... repugnante.
—Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos. Hemos reunido nuestra energía desde el principio, desde el momento en que nos convertimos en lo que ahora somos. ¡Por favor, Brock!
—De acuerdo, pero hazlo rápido.
Ames no había sentido correr un temblor igual, a lo largo de sus líneas de fuerza, desde... ¿desde cuándo? Si lo intentaba ahora ante Brock y obtenía éxito, se atrevería a manipular la Materia ante la Asamblea de Seres Energéticos que estaban esperando en vano el nacimiento de una novedad desde hacía varios milenios.
La Materia se hallaba ahora muy dispersa, en los intersticios de las galaxias; pero Ames la concentró, barrió volúmenes que sumaban años-luz elevados al cubo, seleccionó los átomos, obtuvo una consistencia gelatinosa y obligó a la materia a disponerse en forma ovoidal, alargada en su parte inferior.
—¿No lo recuerdas, Brock, si era como esto?
El haz energético de Brock se conmovió con una sacudida en fase.
—No me obligues a recordar. No recuerdo nada.
—Eso era la cabeza. Así la llamaban; cabeza. La recuerdo tan bién que podría pronunciar el nombre. Quiero decir, emitir sus sonidos -esperó un momento, y dijo-: Mira, ¿recuerdas esto?
En la parte superior del ovoide apareció la palabra «CABEZA».
—¿Qué es eso? —preguntó Brock.
—Pues el término que designa la cabeza. Los símbolos que representaban esa palabra en su traducción sonora. ¡Dime que lo puedes recordar ahora, Brock!
—Había algo —Brock vaciló—. Algo a la mitad.
Y tomó forma un cuerpo vertical
—¡Sí, claro! ¡La nariz, eso es! —dijo Ames, a la vez que aparecía la palabra «NARIZ» en el lugar indicado—. Y aquí están los ojos, a ambos lados.
¿En realidad deseaba lo que estaba haciendo?
—La boca -dijo, sus líneas de fuerza temblaban-. Y el mentón, y la manzana de Adán, y las clavículas. ¡Voy recordando los nombres!. —Y todas ellas aparecieron escritas junto a la figura ovoide.
—No había pensado en todo eso en varios miles de siglos—dijo Brock—. ¿Por qué lo trajiste a mi memoria? ¿Por qué?
Ames estaba absorto en sus pensamientos. Había otras cosas, el órgano del oído y sus receptores de ondas sonoras. ¡Las orejas! ¿Dónde hay que ponerlas? No recuerdo nada.
—Olvídalo todo —gritó Brock—. Las orejas y todo lo demás. ¡No lo recuerdes!
—¿Qué hay de malo en recordar? —replicó Ames, desconcertado.
—Que la superficie no era áspera ni fría como tu escultura, sino dulce y tibia. Que los ojos eran tiernos y vivos, y los labios de la boca trémulos y acariciantes se posaban sobre los míos.
Las líneas de fuerza de Brock palpitaban y se apagaban, intermitentemente...
—¡Me duele tanto!
—Me recordaste que antes fui mujer, y que conocí el amor. Que los ojos no sólo sirven para ver, y que ahora no tengo con qué llenar ese vacío.
Entonces ella añadió materia violentamente a la cabeza, elaborada en forma burda y gimió:
—Pues bien, que esto la termine —giró sobre sí misma y se fue.
Y Ames vio comprendió que antes fue un hombre. La fuerza de su energía partió la cabeza en dos. Salió velozmente por las galaxias, siguiendo el rastro energético de Brock, para volver al inexorable destino de la vida.
Los ojos de la cabeza resquebrajada seguían brillando con la humedad que depositó Brock, cuando quiso representar las lágrimas. Y la cabeza de Materia logró lo que los seres energéticos no podrían conseguir en toda su existencia: lloró por la humanidad entera y por la frágil belleza de los cuerpos a los que un día los hombres renunciaron, miles de siglos atrás.