
"El tigre gente"
(Cuento extraído, con autorización de la autora y los editores, del libro
Miedo en el sur - Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994.
Colección Especiales)
Lo que les voy a contar sucedió realmente, y no me importa si me creen o no.
¿Ven? Ya empecé con una mentira. Cómo no me va a importar. Quiero que me crean.
Para eso cuento. Aunque cuando termine se rían un poco y piensen que traté de
engañarlos desde el principio, quiero que me crean por lo menos mientras estan
acá, en mi historia: mientras estoy contando.
Ahora pienso que era un chico cuando esto sucedió. Pero eso lo pienso ahora,
desde la distancia, viendo a mis hijos de esa edad. En ese momento me sentía grande
y me parecía ridículo que me obligaran a llevar pantalones cortos, como se usaba
entonces.
Las discusiones entre mis padres me hacían sentir más grande todavía. Papá
se iba dando un portazo. Mamá se quedaba muy pálida, sin llorar, y prendía un
cigarrillo. No me molestaba que fumara en casa. En cambio me daba vergüenza que
prendiera un cigarrillo en la calle, o en un restorán, sobre todo cuando papá
no estaba presente. Me parecía que todos nos miraban.
La que sí lloraba era mi hermanita. Yo la consolaba tratando de convencerla
de que nuestros padres no habían tenido una pelea sino un "intercambio de opiniones",
como decían ellos. Nos daba mucho miedo la idea de que se separaran. Cuando yo
era chico los divorcios eran raros. En la escuela había una sola nena que tenía
padres separados y todos hablaban del tema en susurros, como si fuera huérfana
o algo peor todavía, porque nadie se muere a propósito y en cambio sus padres
se habían separado porque querían.
Vivíamos en una casa de Caballito, frente al Parque Rivadavia (los mayores
le decían Plaza Lezica). Papá me había enseñado a molestar a la gente que caminaba
por la plaza haciendo reflejos de sol con un espejo desde la terraza.
Por esa época entró Luisa a trabajar a casa. Era una chica santiagueña unos
años mayor que yo, morochita, muy flaquita, con el pelo largo, negro, lacio, los
dientes marrones y unos ojos salidos como de pescado o de lechuza. Usaba una bolsita
de cuero siempre colgando del cuello. Mamá decía que adentro debía tener alcanfor
(aunque no se olía): mucha gente creía que el alcanfor protegía de las enfermedades.
Pronto descubrimos que Luisa les tenía miedo a los sapos. Pronto descubrimos
que no era solamente miedo: era terror pánico y una irremediable sensación de
asco.
Cuando papá no venía a la hora de la comida (ultimamente venía poco), Luisa
se sentaba a la mesa con nosotros. No sabíamos qué le hubiera pasado si se le
acercaba un sapo vivo de verdad, pero bastaba que se mencionara en la mesa la
palabra "sapo" para que ella tuviera que encerrarse en el baño a vomitar.
—Es una fobia —decía una amiga de mamá, que estudiaba psicología,
una carrera rara y nueva que habían empezado a enseñar en la universidad.
Con ponerle nombre no adelantábamos mucho. El que sí adelantaba era yo, que
iba descubriendo cada día nuevas y más sutiles formas de atormentar a Luisa. Me
daba mucha risa que una santiagueña le tuviera miedo a los sapos. Hacía distintos
experimentos mostrándole de repente una foto de un sapo en el Tesoro de la
Juventud, un dibujo de un sapo en la revista Billiken. Hasta llegué
a comprar un sapo de goma en una casa de chascos y lo dejaba a propósito en el
bolsillo cuando dejaba la camisa para lavar.
Luisa me odiaba. Se vengaba haciendo zapallitos rellenos dos veces por semana,
escondiéndome el álbum de estampillas y la carpeta de recortes, cambiando las
cosas de lugar cuando arreglaba mi pieza, corriéndome apenas el boton de arriba
de la camisa para que me apretara el cuello y, en fin, de todas las maneras posibles,
que eran muchas, porque mamá trabajaba afuera (tenía una boutique en la galería)
y ella se ocupaba de todo en la casa.
Nunca me quejé a mis padres. Tampoco ella me denunció por la historia de los
sapos. Esta era una guerra estrictamente privada en la que nadie más tenía que
intervenir. En cambio mi hermanita Susi adoraba a Luisa, que la cuidaba y la mimaba
con auténtico cariño. La chiquita se enojaba mucho conmigo por molestarla a su
amiga y eso me divertía todavía más.
Uno de mis entretenimientos era recortar noticias raras del diario y pegarlas
en una carpeta. Me acuerdo de la primera noticia que recorté en el diario sobre
el puma suelto en Caballito. Era una de esas típicas notitas de la segunda página
de La Razón que venían con un signo de admiración y uno de interrogación
como título y que nadie se creía del todo. Se hablaba de que una anciana había
denunciado la presencia de un puma suelto en el Parque Chacabuco. Como ningún
puma se había escapado del zoológico, el diario se preguntaba si era posible que
un puma se hubiera adentrado de tal modo en la ciudad sin que nadie se diera cuenta
hasta entonces.
En los días que siguieron descubrí que la historia del puma seguía adelante.
Eran siempre notitas muy cortas, a las que evidentemente no se les daba importancia
más que como curiosidad. Un hombre decía que mientras paseaba de noche con su
perro, un puma se les había cruzado y los animales habían entablado feroz combate.
Un carnicero aseguraba que era un puma el animal que le había robado media res
de ternera. Nunca había suficientes testigos. En el diario que papá leía a la
mañana, que era más serio, las noticias del puma ni siquiera se mencionaban.
Empecé a interesarme por las costumbres de los pumas. Un día le pregunté a
Luisa si había pumas en Santiago y puso cara de no entender.
—Pero sí tiene que haber —le dije—. Mirá aquí el mapa con la
distribución de la fauna —y le mostré un mapa de mi manual de geografía donde
se veía el dibujito de un puma que se repetía en casi todas las provincias.
—¡Qué me decís puma!, ¿si no ves que es tigre? —dijo Luisa, reconociendo
el dibujo—. Tigre sí que hay por allí, en el estero hay.
—¿Y tigres sin cola? —le pregunté, acordándome de que eso me había
llamado la atención en una de las noticias: el dueño del perro decía que su animal
se había peleado contra un puma sin cola.
—Tigre sin cola no es tigre de verdad: es tigre gente —dijo Luisa.
Y ya no quiso hablar más del tema.
Esa noche mis padres se fueron al cine. Como era viernes a la noche, se quedó
a dormir en casa Miguel Angel, un compañero del colegio. Le mostré mi carpeta
de recortes y se interesó mucho en el puma. Pensamos que quizás se le había escapado
a su dueño, alguien que podría haberlo traído del campo para tenerlo en la casa
como mascota, o algo así. Mientras hablábamos me dí cuenta de que Luisa estaba
escuchando a escondidas. No era la primera vez. Me dio mucha rabia. Abrí de golpe:
como estaba apoyada en la puerta, estuvo a punto de caerse.
—Lechuzona, espiona, cara de sapo —le grité. Y como me di cuenta
de que nada era más efectivo, seguí insistiendo. —Cara de sapo, cara de sapo,
ojos saltones, cara de sapo sapo sapo sapo sapo sapo...
Luisa se fue corriendo y llorando a encerrase en su pieza. Pronto se escucharon
los pasitos de mi hermana yendo para ese lado. Susi siempre se asustaba de noche,
las sombras le parecían monstruos, los bultos de ropa podían ser animales feroces,
tenía miedo de los ladrones y de los vampiros al mismo tiempo. Por eso, cuando
salían mis padres, se metía en la pieza de Luisa para tener compañía. Escuchaban
juntas la radio, sobre todo a un cantante santiagueño que me parecía espantoso
(a mí solamente me interesaban los Beatles) y que se llamaba Leo Dan.
El sábado a la mañana lo invité a Miguel Ángel, que era de otro barrio, a recorrer
el Parque Rivadavia. Quería mostrarle todo: el colchón de hojas de otoño que se
formaba cerca del monumento a Bolívar, el anfiteatro verde donde tocaba los domingos
la banda Municipal y desde donde se podian espiar y molestar, por los agujeros
entre las tablas, a las parejas que se besaban en los bancos de atrás. También
las distintas clases de trompitos de eucaliptos. Los más finitos, del árbol de
adelante, sobre la calle Rosario, y los gordos, los mejores de todos, que eran
los más difíciles de conseguir poque había que meterse en el patio de la casilla
del guardián.
Pero el Parque, que era como mi casa, estaba raro esa mañana. Lo llevé a Miguel
Angel al estanque para divertirnos tirándoles piedras a los patos. Y los patos
no estaban más. Había un montón de plumas tiradas por todos lados y algunas manchas
de sangre sobre las piedras. En la casilla del guardián vimos gente amontonada.
Nos acercamos abriéndonos paso. El guardián gordo estaba tirado en el suelo, rígido
y temblando al mismo tiempo, con la cara azulada. Una baba espumosa le salía de
los labios. Un compañero trataba de meterle algo en la boca. El caído tenía unos
raros arañazos en la cara. No nos gustaba lo que estábamos viendo, pero tampoco
podíamos sacarle los ojos de encima.
—Es un ataque de epilepsia —nos dijo alguien.
—¿Y los arañazos? —pregunté.
—Siempre se lastiman cuando se ponen así —me contestaron.
También pregunté, a nadie en especial, si se sabía lo que había pasado con
los patos del estanque. Una de esas señoras que parece estar enterada de todo
me explicó que un grupo de vagabundos les habían retorcido el cuello para comérselos
al asador. Eso era lo que se suponía, porque en realidad nadie los había visto.
En los días que siguieron hubo varios robos en la zona, incluso un asalto a
mano armada. El portero de casa comentó que a los patos no le habían retorcido
el cuello sino que los habían matado los ladrones a balazos para practicar puntería.
—¡Qué vergüenza! —decía mi papá—. ¡Teniendo la Escuela de Policía
a dos cuadras!
Yo seguía, como siempre, planeando maldades contra Luisa. Conseguir un sapo
vivo verdadero en plena ciudad no era fácil. Pero cuando el colegio nos llevó
en excursión al Museo de Ciencias Naturales, aproveché para comprar a la salida
un hermoso sapo embalsamado.
El jueves a la tarde, el día de salida de Luisa, entré en su pieza para meterle
el sapo en algún lugar estratégico. Cuando abrí el cajón de la mesita de luz,
encontré mi carpeta de recortes y un montón de plumas de pato. Me resultó tan
inesperado que me guardé el sapo y salí casi corriendo. Mi hermanita estaba tomando
la leche en la cocina.
—Susana... ¿vos sabías que Luisa tenía plumas en su pieza?
—¡Claro, si me está haciendo un abanico!
Por primera vez tuve una sensación de sospecha. Mientras tanto Miguel Ángel,
que seguía muy interesado en el misterio del puma, estaba haciendo algunas averiguaciones
sobre el "tigre gente".
—Las personas que se convierten en tigre llevan siempre encima un pedacito
de piel de animal, un cuerito. Cuando quieren, lo ponen en el suelo, se revuelcan
encima y ya salen hechos tigre.
Mi hermana era la única que podía tener alguna información al respecto.
—Susita... ¿Vos viste alguna vez lo que lleva Luisa en la bolsita que
le cuelga del cuello?
—Es un secreto.
—Si me decís, te regalo cuatro estampillas con mariposas. Y si no me decís...
ya sabés.
"Ya sabés" era la frase que yo usaba para referirme al castigo máximo: la tenía
amenazada con ensuciarle la cara con lápiz-tinta al Muñeco de Ojos Lindos.
—Cuatro estampillas con mariposas y cuatro con animales de Australia —dijo
Susana, que era buena negociante.
Así fue como me enteré qué era lo que Luisa llevaba en la famosa bolsita: un
trozo de piel de animal, de color marrón clarito. Ella le habia contado a Susana
que el cuero era de un gatito rubio que había tenido y que se lo mataron los perros,
allá en Santiago. Susana me contó haciéndose la misteriosa que el pedacito de
piel parecía un animalito vivo, que cuando Luisa se lo ponía en la palma de la
mano y lo acari-ciaba, se movía de verdad. ¡La muy tarada era capaz de creerse
cualquier cosa!
Esa noche quise ir a ver si Luisa estaba durmiendo en su pieza y no sé si me
sorprendí o encontré lo que esperaba cuando ví la cama vacía. Lo que sí me sorprendió
fue la forma en que mi mamá, que había venido despacito detrás mío, me agarró
de la oreja.
—¡¿Qué estás haciendo acá?! —me gritó, mucho más fuerte de lo que
hacía falta.
—¡Luisa no está, mamá! ¡Mirá! ¡Se escapa de noche!
—Pero sí, hijo, qué novedad. Pobre chica, encerrada toda la semana como
un pájaro en una jaula. Se escapa para encontrarse con el novio. Lo mismo me podría
pedir permiso. Mientras se levante temprano, a mí qué me importa.
Empecé a mirar a Luisa con más respeto. Por las dudas, guardé bien escondido
mi sapo embalsamado. Un día junté coraje y le dije, como hablando en broma, que
estaba buscando quién me enseñara a convertirme en tigre gente.
—Si no necesitás magia para eso —me dijo riéndose, mostrando esos
dientes marrones, arruinados por el agua mala, con arsénico, de Santiago. —Vas
a ser buen mozo y con plata: ya con eso alcanza para ser tigre.
Me gustó que me dijera buen mozo, aunque fuera hablando en futuro. Y me sentí
un chiquilín por haber pensado en esas tonterías. Desde entonces ya no me parecía
tan fea Luisa, me gustaba su pelo tan liso, tan espeso; hasta me olvidé de sus
ojos saltones.
Sin embargo, esa semana hubo una noche en que hubiera querido volver a ser
un bebé para no enterarme de lo que estaba pasando entre mis padres. Esta vez
la que se fue dando un portazo fue mamá. Papá caminaba por el living a grandes
pasos y parecía de verdad un tigre en el zoológico, un tigre un poco pelado y
gordo pero de muy mal humor. A las 11 de la noche mamá no había vuelto. Papá había
hecho varias llamadas por teléfono, no sabíamos bien a quién porque no nos atrevíamos
a dirigirle la palabra. Finalmente se puso un impermeable, aunque no llovía y
salió de golpe. Enseguida volvió a entrar y nos miró por primera vez, como si
acabara de recordarnos. Por la forma en que nos acarició la cabeza, debíamos tener
cara de asustados.
—No se preocupen —nos dijo—. Vuelvo con mamá y les prometo que
voy a hacer todo lo que haga falta para que no se nos escape nunca más. A dormir
que mañana hay clase.
A dormir. Es fácil decirlo. Pero quién iba a poder dormir esa noche. A las
doce se escucharon ruidos de llaves en la puerta y Susi corrió a abrir gritando
"mamá".
Los hombres eran tres. No puedo decir qué tenían puesto, ni siquiera se lo
pude decir una hora después a la policía. Estaban bien vestidos, eso sí lo recuerdo
bien porque me llamó la atención. No se parecían nada a los ladrones de las historietas,
que usan ropa de ladrones. El que estaba armado era uno solo. La empujaron a Susi
para adentro, se metieron y cerraron la puerta.
—Quién más hay en la casa —dijo uno. Y no terminé de entenderle porque
otro me estaba hablando al mismo tiempo.
—Hacé callar a tu hermana o te la callo de un golpe.
Abracé a Susi y le puse la mano en la boca. Parecía que nunca iba a poder dejar
de gritar, pero sin embargo se quedó callada enseguida. En eso apareció Luisa.
Otro de los tipos la había ido a buscar a su pieza y la traía de un brazo. Parecía
muy tranquila.
Los hombres, en cambio, estaban nerviosos y apurados. Tenían las caras tapadas
con bufandas. Dos se fueron para el dormitorio de mis padres. Por el ruido parecía
que estuvieran destruyendo todo. Tiraban al suelo los cajones, los frasquitos
del tocador de mamá, los veladores. El que tenía el arma me arrebató a Susi y
la alzó con un brazo. Amenazando a la chiquita, que ya no se atrevía a gritar,
nos preguntó dónde estaban la plata y las joyas. Las de oro.
—A la nena, le va a convenir soltarla —dijo Luisa.
—¿Porque me lo decís vos, cara de sapo? —contestó el tipo.
—Porque se le está haciendo encima de la ropa: del susto nomás —le
explicó Luisa.
El hombre nos sacó la vista de encima para tantearse la ropa. De verdad que
ya tenía un manchón húmedo en el traje. La soltó a Susi tan de repente que la
pobrecita dio contra el suelo.
Entonces, dando un salto que nunca hubiera esperado en ella, siempre tan lenta,
Luisa se nos puso delante, entre el Susi y el tipo, protegiéndola con su cuerpo.
—¡A la pieza! ¡Con llave! —gritó.
Corrimos a mi pieza por el pasillo. Yo la arrastraba a la chiquita y aunque
el trayecto no tenía más que unos pasos me parecio que corríamos y corríamos infinitamente.
Al entrar choqué contra el marco de la puerta, pero de eso me iba a dar cuenta
mucho después, por el chichón en la frente. En ese momento no sentí nada. Con
llave, había dicho Luisa, pero se olvidó que mamá no me dejaba tener llave en
el dormitorio. Cerré la puerta y empujé la cama contra ella, puse sobre la cama
la mesita de luz y arrimé mi escritorio.
Mientras yo armaba la trinchera y Susi lloraba sin parar, desde el living venían
sonidos asombrosos, terribles. Primero, cuando todavía corríamos por el pasillo,
sonó un tiro. Pero después esuchamos una especie de gruñido sordo, que duró unos
segundos y se convirtió en el bramido de un animal.
Lo que siguió fue una confusión de gritos y rugidos. Los gritos de los hombres
eran desesperados. Estábamos aterrorizados. Curiosamente, con el primer rugido,
Susi se tranquilizó y cuando me abracé a ella fue la chiquita la que me alivió
el terror con sus caricias. Les aseguro que yo no sabía bien quién quería que
ganara. Busqué mi sapo embalsamado y lo tuve apretado fuerte en la mano, como
si pudiera protegerme de algo desconocido.
Al rato todo quedó en silencio, pero ya no nos animábamos a salir. Cuando quise
correr otra vez el escritorio y la cama, me dí cuenta de que no podía. Yo mismo
no sé cómo hice para ponerlos allí. El miedo me había dado fuerzas que normalmente
no tenía. Pronto escuchamos las voces asustadas de mamá y papá llamándonos. Contesté
que estábamos bien. Con papá empujando la puerta mientras yo tiraba de los muebles
del otro lado, logramos abrir un huequito para salir. Mamá estaba llamando a la
ambulancia. Luisa estaba desmayada en el suelo en un charco de sangre.
Sin embargo, como supimos después, la bala apenas le había rozado el hombro.
En el hospital la tuvieron un día en observación y después la dejaron volver a
casa.
Los ladrones no llegaron muy lejos. La policía los detuvo en un allanamiento
un par de días después, en un departamentito donde encontraron también buena parte
de los objetos que había robado la banda. Los tres estaban en muy malas condiciones
y contaron una historia ridícula acerca de un tigre que nadie les creyó.
—Imagínese, tres tipos grandotes con un arma. Les da vergüenza que la
flaquita esa que tienen en su casa haya podido con ellos. Mándele mis felicitaciones
—le dijo el comisario a papá.
Luisa los tuvo que ir a reconocer. Yo me salvé por ser menor. Dice papá que
los tipos estaban todos arañados y lastimados, sobre todo el que Luisa reconoció
como el que tenía el revólver.
—Ese es el que me dijo cara de ya-sabe-qué —comentó Luisa, que nunca
pronunciaba la palabra sapo.
En cuanto se curó la herida del hombro, habló con mamá y le dijo que no podía
seguir con nosotros. Al novio le había salido un trabajo en un pueblo de la provincia
y se quería ir con él.
Mamá y papá se separaron y se volvieron a juntar dos veces. Hoy son una de
esas parejas de viejitos que parecen haber nacido para pelearse y quererse al
mismo tiempo. Pero en alguno de tantos problemas económicos que hubo en el país,
mi padre tuvo que liquidar la fábrica.
Y fue por eso que, a pesar de los buenos deseos de Luisa, nunca llegué a tener
tanta plata como para convertirme en tigre.
Sobre el tigre gente
Lo llaman también el capiango. El tigre negro. El tigre uturunco. El runa
uturunco. Y eso es, nomás: un tigre gente.
Tigre, pero sin rayas. Porque así se le llama a los pumas en los lugares
donde de verdad hay pumas.
Uturunco es la palabra quichua para puma. O tigre. En Tucumán se lo encuentra,
y en Santiago. En Mendoza, San Luis, Catamarca, San Juan.
En el Chaco, Misiones, y Entre Ríos, tierra de guaraníes, hay uno parecido:
el yaguareté-abá. El indio tigre, el indio jaguar, le dicen.
Y será por falta de trabajo allá en el campo, que se ha venido el tigre
gente a buscar conchabo en la ciudad.
No podría esconderse en el zoológico, porque es fácil reconocerlo: el tigre
gente no tiene cola.
Y es más feroz que un puma común.
Pero no ataca a la gente: nomás le gusta asustarla.
No sufre, como el pobre lobisón, transformaciones indeseadas. Al contrario.
Lleva siempre encima un cuerito mágico, un pedacito de piel de puma que es su
talismán.
Cuando quiere convertirse en tigre, lo pone en el suelo y se revuelca encima,
primero sobre la mano izquierda, después sobre la derecha.
Ese cuerito es algo vivo. Da brincos y si lo toca un extraño, trata de escapar.
Asustar a los que se hacen los valentones es su diversión preferida. Imagínenese
a un hombre o una mujer cualquiera, gente por lo general callada y tímida, de
la que se burlan los demás: como Clark Kent, exactamente así es el tigre gente.
Pero no siempre es como Súperman. No es de Kripton: es mucho más
humano. Alguna vez puede hacer alguna buena acción por los demás. Pero generalmente
se da el gusto, siendo tigre, de hacer quedar en ridículo a los que lo molestaron
siendo persona.
A la hora de comer, elige a los mejores potrillos, a los más carnudos, gordos
y tiernos, con hambre de puma y con inteligencia humana.
Tiene que cuidarse siendo tigre de los tigres o tigras verdaderos. Porque
los animales lo reconocen. Y también porque si se llega a enamorar, estando transformado,
de un bicho de verdad, nunca más va a poder volver a ser persona.
Tiene que cuidarse siendo hombre de emborracharse demasiado: no vaya a vomitar
algo que comió siendo tigre y que los otros puedan reconocer, que así hubo casos.
La lluvia los delata siendo tigres. La lluvia da nostalgia, trae recuerdos,
hace hablar de más.
Si te encontrás en un día de lluvia con un puma pensativo, y al acercarte
te comenta "Pero mirá qué lindo llueve", no te quepa duda: es un tigre gente.
Te conviene hacerte amigo.