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jueves, 31 de mayo de 2012
miércoles, 30 de mayo de 2012
Cuento policial de Marco Denevi
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
martes, 29 de mayo de 2012
Continuidad de los parques - Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
de "Final de juego", Julio Cortázar 1956. © 1996 Alfaguara
domingo, 27 de mayo de 2012
"La espera"
de Jorge Luis Borges
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. E1 hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro.
No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, 1eía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. A1 fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra lo hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
"Ambiciones ilegítimas"
por Fernando Sorrentino - escritor (Buenos Aires)
Que el vigilante de la esquina aspire a ser nombrado jefe de Policía o que el sueño dorado del cartero sea convertirse en ministro de Comunicaciones parecen -y, sin duda, son- ambiciones desmesuradas. Implican, sin embargo, un afán de progreso y superación, rasgo que despierta nuestra simpatía y hasta nuestro aplauso.
Son, pues, ambiciones desmedidas; pero, fuera de toda discusión, legítimas. Tan legítimas como las de un gato que aspirara a ser tigre o como las de una gallina que desease alcanzar la dignidad del águila. Este es el tipo de ambición que yo estoy dispuesto a admitir: la ambición legítima.
En cambio, no quiero reconocer y rechazo enérgicamente -por ilegítima, por absurda, por inoperante- la pretensión que tienen las cucarachas de convertirse en rinocerontes. No sé si el fenómeno es universal. Sólo me refiero a las cucarachas de mi casa; y, aun así, no a todas, sino únicamente a las del galponcito de las herramientas.
Han realizado, es cierto, algunos progresos. Favorecidas por el cuarto menguante de la luna y el viento del noreste, las cucarachas han empezado a aproximarse a -¿cómo diré?-, a cierto concepto de rinoceronte. Desde luego, todavía no son rinocerontes. Y es muy probable que no logren serlo nunca. Pero concentran todas sus energías físicas y mentales en la consecución de su ideal: ser rinocerontes. A este objetivo viven consagradas las cucarachas, y todas sus acciones son utilitarias y se encaminan a alcanzarlo. Desconocen el ocio y la diversión: trabajan, luchan y se afanan para ser rinocerontes. No creo que sean demasiado talentosas; pero sí activas, diligentes, tesoneras.
Sus comienzos fueron decididamente ridículos. Habiendo desarrollado sólo un diminuto par de cuernos sobre la nariz, las cucarachas arremetían contra cajitas de fósforos, maderitas, bolitas de papel, tapones de bebidas y otros objetos similares, tal como ellas imaginaban que lo harían los rinocerontes contra enemigos de gran peso y volumen. Permanecí largo rato contemplándolas en aquellas prácticas. Las miraba y sonreía. Esos ejercicios, hechos con tanto fervor, me parecían del todo ineficaces para que las cucarachas llegaran a transformarse en rinocerontes, y los veía tanto más risibles en la misma medida de la gran seriedad y concentración con que las cucarachas los realizaban.
Mis trabajos y preocupaciones no siempre me permitieron concurrir a presenciar el entrenamiento de las cucarachas. De todos modos, pasaban meses y meses sin que se advirtieran adelantos dignos de tenerse en cuenta. Tomé nota de que las favorece la conjunción del cuarto menguante de la luna y el viento del noreste.
Sólo así se explica el rápido progreso de estos últimos días. Las cucarachas han logrado convertir su quitina en una coraza paquidérmica, dividida en varias secciones. Ya no son aplanadas, negras y brillosas, sino cilíndricas, grises y opacas. Han desarrollado cola, pezuñas y hábitos herbívoros. Su vista se halla muy debilitada, pero en cambio han acrecentado la agudeza de su olfato. Desde la nariz hasta la grupa miden unos veinte centímetros; calculo que no llegan a pesar dos kilos.
Casi podría decirse que ya son pequeños rinocerontes. No obstante, las cucarachas deben pulir todavía detalles importantes. Conservan en sus actitudes algo de pequeño, de inseguro, de frágil, de ridículo. Pese a su presunta agresividad y al bufido de rinoceronte que logran emitir, todavía conservan una huidiza y temerosa mentalidad de cucarachas. Cuando tomé una en brazos, agitó desesperadamente sus seis patas en el aire, efectuó convulsos movimientos con sus antenas, toda ella se estremeció de terror.
Al soltarla, corrió a refugiarse en un rincón oscuro, bajo unas latas. Actitudes inconcebibles en un verdadero rinoceronte. Sí: a pesar de su armadura paquidérmica, de sus dos cuernos sobre la nariz, de su cuerpo voluminoso, de sus bufidos, de su miopía, aún son más bien cucarachas que rinocerontes.
Sin embargo, parecen rinocerontes. Rinocerontes pequeños, es cierto. Rinocerontes de seis patas. Rinocerontes con largas antenas filiformes y negras. Rinocerontes ovíparos. Pero rinocerontes.
Quise comprobar si mis ojos me engañaban. Ayer invité al diariero a que viera mis cucarachas. Opinó que eran animales un poco raros, que "parecían como chanchitos". Entonces le dije que eran cucarachas: se rió, festejando mi broma.
Y yo ahora me pregunto: cuando estas cucarachas pierdan sus antenas, cuando se deshagan de un par de patas, cuando olviden los temores propios de su estirpe, cuando alcancen un tamaño imponente, cuando pesen una tonelada, cuando, en suma, perfeccionen su exterior identidad de rinocerontes, ¿quién me creerá si yo afirmo que esos rinocerontes son cucarachas?
Y, sobre todo, ¿cómo habrá nacido en las cucarachas la ambición ilegítima de convertirse en rinocerontes? Por momentos, me acometen tentaciones de esgrimir un palo de escoba y exterminarlas a golpes en la cabeza: ahora, cuando todavía es posible hacerlo. Si me reprimo, sólo es porque quiero ver si las cucarachas logran realizar por entero su sueño de transformarse en rinocerontes.
Que el vigilante de la esquina aspire a ser nombrado jefe de Policía o que el sueño dorado del cartero sea convertirse en ministro de Comunicaciones parecen -y, sin duda, son- ambiciones desmesuradas. Implican, sin embargo, un afán de progreso y superación, rasgo que despierta nuestra simpatía y hasta nuestro aplauso.
Son, pues, ambiciones desmedidas; pero, fuera de toda discusión, legítimas. Tan legítimas como las de un gato que aspirara a ser tigre o como las de una gallina que desease alcanzar la dignidad del águila. Este es el tipo de ambición que yo estoy dispuesto a admitir: la ambición legítima.
En cambio, no quiero reconocer y rechazo enérgicamente -por ilegítima, por absurda, por inoperante- la pretensión que tienen las cucarachas de convertirse en rinocerontes. No sé si el fenómeno es universal. Sólo me refiero a las cucarachas de mi casa; y, aun así, no a todas, sino únicamente a las del galponcito de las herramientas.
Han realizado, es cierto, algunos progresos. Favorecidas por el cuarto menguante de la luna y el viento del noreste, las cucarachas han empezado a aproximarse a -¿cómo diré?-, a cierto concepto de rinoceronte. Desde luego, todavía no son rinocerontes. Y es muy probable que no logren serlo nunca. Pero concentran todas sus energías físicas y mentales en la consecución de su ideal: ser rinocerontes. A este objetivo viven consagradas las cucarachas, y todas sus acciones son utilitarias y se encaminan a alcanzarlo. Desconocen el ocio y la diversión: trabajan, luchan y se afanan para ser rinocerontes. No creo que sean demasiado talentosas; pero sí activas, diligentes, tesoneras.
Sus comienzos fueron decididamente ridículos. Habiendo desarrollado sólo un diminuto par de cuernos sobre la nariz, las cucarachas arremetían contra cajitas de fósforos, maderitas, bolitas de papel, tapones de bebidas y otros objetos similares, tal como ellas imaginaban que lo harían los rinocerontes contra enemigos de gran peso y volumen. Permanecí largo rato contemplándolas en aquellas prácticas. Las miraba y sonreía. Esos ejercicios, hechos con tanto fervor, me parecían del todo ineficaces para que las cucarachas llegaran a transformarse en rinocerontes, y los veía tanto más risibles en la misma medida de la gran seriedad y concentración con que las cucarachas los realizaban.
Mis trabajos y preocupaciones no siempre me permitieron concurrir a presenciar el entrenamiento de las cucarachas. De todos modos, pasaban meses y meses sin que se advirtieran adelantos dignos de tenerse en cuenta. Tomé nota de que las favorece la conjunción del cuarto menguante de la luna y el viento del noreste.
Sólo así se explica el rápido progreso de estos últimos días. Las cucarachas han logrado convertir su quitina en una coraza paquidérmica, dividida en varias secciones. Ya no son aplanadas, negras y brillosas, sino cilíndricas, grises y opacas. Han desarrollado cola, pezuñas y hábitos herbívoros. Su vista se halla muy debilitada, pero en cambio han acrecentado la agudeza de su olfato. Desde la nariz hasta la grupa miden unos veinte centímetros; calculo que no llegan a pesar dos kilos.
Casi podría decirse que ya son pequeños rinocerontes. No obstante, las cucarachas deben pulir todavía detalles importantes. Conservan en sus actitudes algo de pequeño, de inseguro, de frágil, de ridículo. Pese a su presunta agresividad y al bufido de rinoceronte que logran emitir, todavía conservan una huidiza y temerosa mentalidad de cucarachas. Cuando tomé una en brazos, agitó desesperadamente sus seis patas en el aire, efectuó convulsos movimientos con sus antenas, toda ella se estremeció de terror.
Al soltarla, corrió a refugiarse en un rincón oscuro, bajo unas latas. Actitudes inconcebibles en un verdadero rinoceronte. Sí: a pesar de su armadura paquidérmica, de sus dos cuernos sobre la nariz, de su cuerpo voluminoso, de sus bufidos, de su miopía, aún son más bien cucarachas que rinocerontes.
Sin embargo, parecen rinocerontes. Rinocerontes pequeños, es cierto. Rinocerontes de seis patas. Rinocerontes con largas antenas filiformes y negras. Rinocerontes ovíparos. Pero rinocerontes.
Quise comprobar si mis ojos me engañaban. Ayer invité al diariero a que viera mis cucarachas. Opinó que eran animales un poco raros, que "parecían como chanchitos". Entonces le dije que eran cucarachas: se rió, festejando mi broma.
Y yo ahora me pregunto: cuando estas cucarachas pierdan sus antenas, cuando se deshagan de un par de patas, cuando olviden los temores propios de su estirpe, cuando alcancen un tamaño imponente, cuando pesen una tonelada, cuando, en suma, perfeccionen su exterior identidad de rinocerontes, ¿quién me creerá si yo afirmo que esos rinocerontes son cucarachas?
Y, sobre todo, ¿cómo habrá nacido en las cucarachas la ambición ilegítima de convertirse en rinocerontes? Por momentos, me acometen tentaciones de esgrimir un palo de escoba y exterminarlas a golpes en la cabeza: ahora, cuando todavía es posible hacerlo. Si me reprimo, sólo es porque quiero ver si las cucarachas logran realizar por entero su sueño de transformarse en rinocerontes.
viernes, 25 de mayo de 2012
Diferencias entre cuento y novela
Carmen Roig
Para Cortázar, el cuento se relaciona con la fotografía y la
novela con el film. En este sentido, la idea de cuento implica una sola
secuencia; la del film, una sucesión.
Sin embargo, para algunos el cuento es únicamente una
cuestión de extensión. El cuento es una forma corta que va de 100 a 2.000
palabras (en su forma breve) y de 2.000 a 30.000 (en su extensión media). E. A.
Poe decía que el cuento es una lectura que necesita de media hora a dos horas.
Así, la novela tiene un mínimo de 100 páginas. Para otros, el cuento es la
crisis de un asunto y la novela es el desarrollo de una psicología. Para
escribir no hay recetas. Por lo tanto, ambas cosas son relativas, pero a veces
resultan cómodas. No olvidar que los géneros se pueden transgredir.
Si bien la novela se estructura también como el cuento en
exposición, nudo y desenlace, estas tres partes suelen tener una extensión
aproximadamente igual, mientras que en el cuento existe una preponderancia de
un solo nudo o núcleo alrededor del cual gira la historia.
En cuanto a las técnicas narrativas, se pueden aplicar las
mismas en ambos casos, pero dosificadas de distinta manera. Veámoslo:
1) Las descripciones en una novela pueden ocupar muchas
páginas. En un cuento son parte del argumento y ocupan la extensión mínima
imprescindible.
2) El diálogo en la novela nos da a conocer los personajes,
a veces totalmente. En el cuento, está subordinado a la trama del
acontecimiento principal y no es un mecanismo independiente.
3) El tratamiento del tiempo en la novela puede ser extenso.
En el cuento, está determinado por su reducida extensión. Precisamente en
dichos límites está la fuerza del buen cuento.
4) El personaje en la novela puede ser el elemento
fundamental, y su presentación ser tan o más importante que la acción, según de
qué novela se trate. El personaje en el cuento está supeditado, al igual que
todos los aspectos más arriba enunciados, a la trama y al acontecer.
La trama es imprescindible
La trama puede ser más o menos simple, más o menos compleja,
pero no puede faltar en un cuento. Lo que hace el cuentista es elegir un hecho:
un escándalo, una traición, un homicidio, una incongruencia, un idilio, un
lapsus, un desvío; y lo organiza en un cuento. Para ello, combina la idea
inicial, o punto de partida, con otros incidentes sucedidos o inventados en
función de esa trama que, en realidad, es el cuento mismo.
El estilo de un escritor se descubre también por la forma en
que trama sus argumentos. En este sentido, "La noche boca arriba", de
J. Cortázar y "El Sur", de J. L. Borges, podrían ser resumidos igual:
como la historia de alguien que sueña a otro y al mismo tiempo no sabe si el
otro lo está soñando a él. Muchos más cuentos podrían sintetizarse con estas
palabras, incluso aquél cuento chino tan conocido de hace veintitrés siglos:
"Hace muchas noches fui una mariposa que revoloteaba
contenta de su suerte. Después me desperté, y era Chuang-Tzu. Pero ¿soy en
verdad el filósofo Chuang-Tzu que recuerda haber soñado que fue una mariposa o
soy una mariposa que sueña ahora que es el filósofo Chuang-Tzu?"
Por lo tanto, importa más cómo se trame el argumento que el
argumento mismo.
Recapitulando:
La "acción" es lo que ocurre en un cuento.
La "trama" es cómo se distribuyen y relacionan
dichas acciones.
Esquema de la trama
Tramar es tejer una red. Los hilos de la red son los hechos,
lo que sucede en el cuento. Tramar es decidir cómo se organizará dicho tejido
para lograr un efecto. Los estudios desarrollados en torno a los cuentos
tradicionales han establecido una serie de puntos esenciales de la trama,
basados en la estructura de los cuentos de hadas, y que se pueden resumir así:
-El "protagonista": inicia la acción y es el hilo
conductor del juego.
-El "antagonista": representa el obstáculo
necesario para generar el conflicto y llegar al clímax.
-El "objeto": lo deseado o lo temido.
Lo singular del cuento
El cuento moderno responde a la singularidad. Cada uno de
sus aspectos, tanto la anécdota como su tratamiento, es una invención exclusiva
de su autor. En este sentido, se puede decir que hay tantos cuentos como
autores.
Hasta el Renacimiento, en cambio, la originalidad narrativa
radicaba en la novedosa reelaboración de anécdotas tradicionales: se derivaban
cuentos de las vertientes folklóricas u orales. La repetición de temas
conocidos por el público era uno de los elementos más apreciados en este tipo
de narraciones.
El cuento tradicional se organiza principalmente en el plano
de la anécdota, como un encadenamiento de acciones. Admite dos variedades:
1) la maravillosa: expone sucesos fabulosos y
sobrenaturales; repertorios populares, historias milagrosas, como en "La
leyenda áurea", por ejemplo, o en los cuentos de hadas;
2) la realista: expone sucesos verosímiles y cotidianos, a
menudo tratados con comicidad, como en los cuentos de Boccaccio y Chaucer.
El cuento moderno se preocupa más por "cómo se
cuenta" que por "qué se cuenta". Ha disminuido la utilización de
anécdotas con principio, medio y final. Ganó terreno lo ambiguo, el fragmento
cargado de sentido y la exploración psicológica.
-El cuento ha pasado de valorar lo dicho a valorar lo no
dicho.
Personalmente notamos con asombro el rechazo que manifiestan
algunas personas acerca de obras que cuentan hechos conocidos. Recuerdo, por
ejemplo, a una persona que se negó a ver la película Titanic, porque ya se
sabía que, al final, el barco se hundía... Quien haga la experiencia de rever
una película o una obra de teatro, o releer una obra, comprenderá, no sólo el
placer que ello implica sino cuánto realmente se aprende y se disfruta de todos
aquellos detalles que, en un primer acercamiento, se nos pasaron por alto.
Me llama la atención comprobar que, con la música, no suele
suceder lo mismo. Se suele escuchar decenas de veces una canción o una obra que
ya se conoce, para disfrutar nuevamente del placer que nos produce. En cambio
he oído comentarios despreciativos o la negativa a leer un cuento o una novela,
"porque ya se sabe en qué va a terminar"...
Lo no dicho
En el cuento contemporáneo lo que en sí mismo resulta
intrascendente o mínimo adquirió la fuerza de una revelación: el nudo del
cuento. Los detalles que aislados no cuentan, crecen y se imponen al concentrar
el drama o la obsesión del protagonista. La situación mínima, corriente y
reiterada de cada día adquiere relieve si el contexto es otro.
Buenos ejemplos de esto son:
1) La desaparición de un abrigo perteneciente a un oscuro
funcionario de la administración pública, en "El capote", de Gogol.
2) El alejamiento de un individuo que abandona a su familia
para observar qué ocurre en su ausencia, en "Wakefield", de
Hawthorne.
3) Situaciones cómicas minúsculas, con muchos cuentos de
Chéjov.
4) El recuerdo ocasional, en "Los muertos", de
Joyce.
5) La obsesiva inercia de un personaje del montón, en
"Bartleby, el escribiente", de Melville.
Hay muchos ejemplos más acerca de cómo, mediante enunciados
aparentemente fragmentarios y con historias indirectas, se trata de penetrar en
una segunda realidad. Para muchos buenos escritores, escribir cuentos es un
modo de hacer aparecer algo que estaba oculto. De ese modo nos hacen ver una
verdad que se mantiene oculta hasta el final del cuento y aparece -gracias a la
trama- en la forma de revelación. Los cuentos de Kafka, de Borges, de Chéjov,
de Hemingway, así lo demuestran.
Cada uno lo consigue a su manera. Veámoslo con un ejemplo:
en uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: "Un
hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa y se
suicida".
¿Cómo lo hubiera narrado Hemingway?
Hubiera narrado con detenimiento el casino, la mesa de
juego, los movimientos del jugador, su modo de apostar, lo que hace, lo que
bebe, pero no hubiera hablado de su estado anímico, de que ese hombre se va a
suicidar.
O sea: cuenta una realidad mientras insinúa otra no dicha,
pero tanto o más significativa.
Recomendamos que, en la medida de lo posible, se lean y
analicen los cuentos y autores que mencionamos a lo largo de nuestras notas. Un
escritor no puede serlo (o será muy mediocre) si no es un buen lector.
martes, 8 de mayo de 2012
Correo electrónico
De: http://www.onepoint.es
Mi nombre es Juan Martínez, soy alumno del curso a distancia. Creo que es mi profesora de Lengua castellana y quería consultarle algunas dudas: ¿la prueba de orientación se la envío por correo electrónico o tengo que acudir al centro? Si tengo que acudir ¿le viene bien el martes 15 a las 18:00?
Un saludo.
Juan Martínez.
La carta por correo no es, ciertamente, la única posibilidad
de escribir cartas. Los correos electrónicos cumplen los mismos objetivos que
las cartas y, por lo tanto, pueden encuadrarse en los mismos grupos que ellas;
no obstante, la principal diferencia que separa a los dos tipos de mensajes es
que las cartas suelen tener un estilo y una presentación más cuidados. Por otro
lado, los correos electrónicos agilizan la comunicación escrita por la
inmediatez de su recepción.
Esta forma de comunicación se ha extendido en los últimos
años hasta alcanzar un uso masivo, pero a menudo se emplea de forma errónea.
Suelen escribirse con rapidez y a veces resultan inadecuados e imprudentes.
Debemos diferenciarlos de otros mensajes electrónicos cuyo
tono es el de una charla informal: los mensajes de texto de los móviles o la
mensajería instantánea de Internet.
Como cualquier escrito, los correos electrónicos requieren
elaboración y son complicados porque se utilizan tanto para la comunicación
informal (planes con amigos, preguntas entre colegas…) como para la formal
(solicitar un empleo, pedir información a desconocidos…).
Los correos formales exigen un tono apropiado, un registro
estándar y una estructura adecuada y propia de las cartas: saludo, cuerpo, despedida,
firma (datos completos).
Si el correo fuera muy formal, incluso se iniciaría como en
las cartas: Sr. Director, Sr. D. Antonio López…, y una fórmula de despedida
(Atentamente, por ejemplo) antes de la firma. De no ser así, lo normal es
iniciarlo con el cuerpo de texto directamente, y por supuesto también incluir
la fórmula que deseemos de despedida.
Como en la correspondencia normal, en los correos
electrónicos se indica remitente y destinatario (con sus direcciones electrónicas),
pero también se suele consignar el asunto del que trata la comunicación. El
asunto será el resumen del contenido.
Los contenidos que no se puedan ver en la pantalla de una
sola vez se presentarán en forma de documento adjunto.
Observa el ejemplo presentado a continuación.
De: juan <juancuatro@yahoo.es>
Para: profesora@centro.com
Asunto: dudas
Fecha: 30/10/2012 12:44
Estimada profesora:
Mi nombre es Juan Martínez, soy alumno del curso a distancia. Creo que es mi profesora de Lengua castellana y quería consultarle algunas dudas: ¿la prueba de orientación se la envío por correo electrónico o tengo que acudir al centro? Si tengo que acudir ¿le viene bien el martes 15 a las 18:00?
Un saludo.
Juan Martínez.
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