El grotesco criollo es un género dramático
argentino que apareció a principios del siglo XX y que reconoce sus raíces en
el grotesco italiano y el llamado “teatro por horas” español: una pieza corta,
en un acto, en la que convive el drama con la comedia, la risa con el llanto,
la tragicomedia. Si bien desde la época del virreinato se representaron
sainetes españoles, será a partir de la llegada de la gran inmigración entre
fines del siglo XIX y principios del XX (mayoritariamente italiana y española)
que el género producirá una simbiosis con elementos típicamente porteños como
el “circo criollo”, la novela naturalista y sociológica sobre “italianos”, el
tango, y el ensayo esencialista-romántico. De allí surgirá el
grotesco criollo, siendo Armando Discépolo uno de sus principales impulsores e
iniciadores (“Mateo”, “Stefano”, “Relojero”).
Ambientado en el conventillo porteño, se trataba de piezas
fuertemente estructuradas en las que se entrelazaban elementos humorísticos,
conflictos sentimentales, y un acontecimiento trágico, de tal manera que como
dice el dicho “uno no sabía si reír o llorar”, enunciado que no solo pasó al
léxico cotidiano haciéndose sentido común hasta el día de la fecha, sino que
paulatinamente se fue asociando a una forma de ver el funcionamiento de la
política y los políticos vernáculos (en la misma época nace el término
“política criolla” y todo un género del grotesco asociado, que también llega
hasta nuestros días). Los personajes del grotesco criollo son estereotipados
y los conflictos que los enfrentan tienen la insignificancia de lo vecinal
(propio del conventillo o del edificio de departamentos), es decir, los grandes
temas dramáticos como el dinero, el amor, o el poder, pero miniaturizados y
caricaturizados, tal como puede advertirse, por ejemplo, en muchos tangos.
Sin dudas, el grotesco criollo se ha hecho cuerpo
en los argentinos, solo hay que mirar alrededor y ver cómo somos y
como hacemos las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario