Los intentos por comunicarse habían sido inútiles —nada funcionaba en forma normal—, y con los mandos manuales no había podido impedir que progresivamente la nave fuera atraída hacia ese planeta. Debía hacer muchas horas que esa falla afectaba a la nave y él, fatalmente, había demorado demasiado en advertirlo. Por lo cual, debía estar muy alejado de las rutas convencionales. Próximo a caer sobre el planeta, había dispuesto de unos segundos para ver cómo era su superficie, después de accionar en forma manual, e inútilmente, los sistemas de descenso. Mientras caía tuvo sensaciones muy extrañas y, antes de desvanecerse en plena caída, vio un lugar inhóspito, rocoso, con una mínima vegetación que al menos hacía pensar que allí habría oxígeno.
Cuando fue evidente que se estrellaría contra el planeta, decidió eyectarse, que era la forma de salvarse él, pero no la nave. Todo había durado instantes y de esa parte no recordaba prácticamente nada. No tenía la menor idea sobre qué había sucedido después ni cuánto tiempo había transcurrido.
Sin embargo ahora se sentía en posición horizontal. La permanencia de varias semanas en el espacio le hacía confundir esas sensaciones, pero había jurado que estaba acostado en el suelo de aquel lugar.
Quién sabe cuánto tiempo había pasado en esa posición cuando notó que, si se empeñaba en hacer un gran esfuerzo, podía mover un brazo algunos centímetros. Era como intentar nadar en un líquido de terrible densidad. Y tal vez fuera así. Tal vez la combinación de gases de ese planeta, o las condiciones gravitacionales, produjeran alguna sustancia espesa que impedía los movimientos.
Pasado un rato pudo comenzar a abrir los párpados. Una tenue luz se filtró y tuvo en su mente la imagen de manchas oscuras imprecisas, recortadas sobre un fondo blanco. Eran siluetas perfectamente inmóviles, estatuas o algo parecido. ¿Cómo no se había golpeado contra ellas al caer? Eran muchas figuras parecidas, que representaban seres de espantoso aspecto. Habían sido talladas en el vívido gesto de avanzar a la carrera hacia un objetivo. Ese objetivo parecía ser... él mismo, porque, de hecho, estaba en el camino de la carrera de las estatuas.
Parados sobre cuatro patas y casi enanos, tenían un aspecto vagamente humano. Su expresión, a la vez fría y asesina, no delataba pensamientos sino un instinto bestial. Los filosos colmillos que les sobresalían de sus bocas les daban esa apariencia animal, pero los rasgos de la cara eran estilizados y no recordaban la cabeza de un simio sino la de un renacuajo o un humano recién nacido, con sus arrugas y su cabeza desproporcionada.
Poco después vio que detrás de las estatuas estaba su nave, destrozada. El movimiento de los ojos para enfocar cada objeto se le hacía increíblemente lento. Tenía en su campo visual a la nave, pero no podía concentrarse en los detalles. Sin embargo... había algo... ¡sí! ¡Un asiento de la nave estaba suspendido en el aire!
Tal vez él hubiera caído primero y la nave después. Pero no, no era eso. Ahora que podía ver un poco mejor, había unas líneas coloridas alrededor de la nave, y a partir de eso pudo deducir que ¡la nave estaba estallando! Quizá la poderosa fuerza de gravedad hacía que la expulsión de llamas y gases fuera mínima, pero de hecho un sillón y otras partículas que ahora identificaba mejor estaban saliendo desde la nave. ¡Era un estallido en cámara lenta! Ahora el sillón se hallaba en otra posición, unos centímetros más alto, y poco después comenzaba a descender describiendo muy lentamente una parábola. Eso que en la Tierra habría resultado un fogonazo, un mínimo instante inaprensible, aquí parecía prolongarse interminablemente.
Entonces, esas figuras de hombrecitos en cuatro patas... El hombre se planteó una idea espeluznante: si todo era tan lento como para dar la sensación de rigidez, esos seres que lo rodeaban no debían estar inmóviles...
Aterrorizado, trató de concentrarse en uno de ellos, el que estaba más cerca, ya que tenía la sensación de que antes tenía la boca casi cerrada, mientras que ahora parecía abierta a medias...
Después de unos cuantos minutos, tal vez quince o veinte (para entonces el sillón había recorrido un par de metros más en el aire), la boca del hombrecito estaba completamente abierta, se veían mejor sus desparejos dientes y colmillos, y algo como una espuma parecía salirle de la garganta. ¡Se movían! ¡Estaban vivos! ¡Y se dirigían hacia él para atacarlo!
Ojalá estuviera equivocado. Para alentar esa duda, se concentró en un pájaro que estaba a unos cien metros por sobre las cabezas de los hombrecitos de cuatro patas. Era un pájaro fabuloso, inmenso, con enormes músculos en sus alas que, desplegadas, no eran demasiado anchas. Mas que volar, parecía nadar. ¿Cómo podía volar un ser vivo en ese planeta?
En algo así como media hora el pájaro ya no se vio perpendicular a la cabeza del humanoide sino desplazado unos centímetros hacia la derecha. Aterrado, se dijo que, tarde o temprano, esos salvajes se arrojarían sobre él y le darían la peor de las muertes: lo despedazarían y devorarían con espantosa lentitud.
Terribles pensamientos ocuparon al hombre durante esa eternidad imposible de calcular en horas. Advirtió, además, que no había sonidos. Por una razón inexplicable, eso le resultó más aterrador que las demás comprobaciones. Qué sensación de soledad debía dar ese lugar donde las cosas no hacían ruido al ser apoyadas. Los tremendos rugidos que habrían salido de esos hombrecitos eran puro silencio, como también la explosión de la nave.
Pasadas, quizá, dos horas, el más feroz de los salvajes estaba a unos sesenta centímetros. A las tres o cuatro horas, el hombre comenzó a sentir que la garra derecha del salvaje tocaba su cuello. Una hora más tarde comenzó a dolerle, como un pinchazo. Era terrible imaginar lo que iba a demorar su muerte...
Lo que siguió fue tan extraño como todo lo anterior: durante horas el hombre vio que el grupo de salvajes coincidía en un movimiento de sus cabezas: un giro hacia el costado y hacia arriba. Cuatro o cinco horas después ya estaban de espaldas y habían comenzado una especie de huida hacia adelante, hasta desaparecer metiéndose en una cueva. El pájaro los siguió hasta allí y, al no obtener ninguna presa, volvió a elevarse.
El hombre sabía que no tenía ninguna chance de sobrevivir en ese planeta. ¿Cómo haría para pararse, correr, conseguir alimentos, defenderse de esos seres y soportar ese horrible silencio? Por todo eso, casi agradeció cuando el pájaro, tras describir un extraordinario circulo en las alturas, comenzó a bajar en un lentísimo vuelo en picada... hacia él.
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