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viernes, 17 de julio de 2020

"La siesta en el cedro" (Silvina Ocampo) - Cuento fantástico

 
Hamamelis Virginica, Agua Destilada 86 % y una mujer corría con dos ramas en las manos, una mujer redonda sobre un fondo amarillo de tormenta. Elena mirando la imagen humedecía el algodón en la Maravilla Curativa para luego ponérsela en las rodillas: dos hilitos de sangre corrían atándole la rodilla. Se había caído a propósito; necesitaba ese dolor para poder llorar. Hamacándose fuerte, fuerte, hasta la altura de las ramas más altas y luego arrastrando los pies para frenar se había agachado tanto y había soltado tan de golpe los brazos que, finalmente, logró caerse. Nadie la había oído, las persianas de la casa dormían a la hora de la siesta. Lloró contra el suelo mordiendo las piedras, lágrimas perdidas –toda lágrima no compartida le parecía perdida como una penitencia–. Y se había golpeado para que alguien la sintiera sufrir dentro de las rodillas lastimadas, como si llevara dos corazones chiquitos, doloridos y arrodillados.

Cecilia y Ester, sus mejores amigas, eran mellizas, delgadas y descalzas; eran las hijas del jardinero y vivían en una casa modesta, cubierta de enredaderas de madreselva y de malvas, con pequeños canteros de flores.

Un día oyó decir al chauffeur: “Cecilia está tísica. Van tres que mueren en la casa de esa misma enfermedad”. Enseguida corrió y se lo dijo a la niñera, después a su hermana. No sé qué voluptuosidad dormía en esa palabra de color marfil. “No te acerques mucho a ella, por las dudas”, le dijeron y agregaron despacito: “Fíjate bien si tose”: la palabra cambió de color, se puso negra, del color de un secreto horrible, que mata.

Cecilia llegó para jugar con ella, al día siguiente con los ojos hundidos; sólo entonces la oyó toser cada cinco minutos, y era cada vez como si el mundo se abriera en dos para tragarla. “No te acerques demasiado”, oía que le decían por todos los rincones; “No tomes agua en el mismo vaso”, pero ávidamente bebió agua en el mismo vaso.

Cuando Cecilia se fue sola a las cinco de la tarde por los caminos de árboles, Elena corrió al cuarto de su madre y dijo: “Cecilia está tísica”: esa noticia hizo un cerco asombroso alrededor de ella y una vez llegada a los oídos de su madre acabó de encerrarla.

Desde aquel día vivió escondida detrás de las puertas; oía voces crecer, disminuir y desaparecer adentro de los cuartos: “Es peligroso” decían. “No tienen que jugar juntas. Cecilia no vendrá más a esta casa”. Así, poco a poco, le prohibieron hablar con Cecilia, indirectamente, por detrás de las puertas.

Y pasaron los días de verano con pesadez de mano blanda y sudada, con cantos de mosquitos finos como alfileres. A la hora de la siesta miraba el jardín dormido entre las rendijas de las persianas. Las chicharras cantaban sonidos de estrellas: era en los oídos como en los ojos cuando se ha mirado mucho al sol, de frente; manchas rojas de sol. Veía llegar a Cecilia desde el portón juntando bellotas que parecían pequeñísimas pipas con las cuales fingía fumar intercambiándolas, como hombres cuando toman mate. Sintió que era para ella para quien las estaba juntando, esas bellotas verdes y lisas que contenían una carne blanca de almendra.

Después de alzar la cabeza insistentemente como si la persiana fuese de vidrio, se acercó corriendo hasta la puerta y tocó el timbre; alguien le abrió y dijo palabras que no se oían. Le entregaban paquetes de dulces y juguetes antes de cerrar la puerta y decirle que Elena no estaba, que Elena tenía dolor de cabeza o estaba resfriada. Pero volvía todos los días juntando coquitos y bellotas, mirando la persiana cerrada detrás de la cual se asomaban los ojos de su amiga. Hasta el día en que no volvió más.

Elena permanecía detrás de las persianas a la hora de la siesta. El jardinero estaba vestido de negro. Elena esta vez huía de los secretos detrás de las puertas, corría por los corredores, hablaba fuerte, cantaba fuerte, golpeaba sillas y mesas al entrar a los cuartos, para no poder oír secretos. Pero fue todo inútil; por encima de las sillas golpeadas y de las mesas, por encima de los gritos y de los cantos, Cecilia se había muerto. Cecilia descalza corriendo por el borde del río se había resfriado, hacía dos semanas, y se había muerto. Elena guardó el vaso en que bebían el agua prohibida.

Pocos días después Micaela, la niñera, la llevó a escondidas de visita a casa del jardinero. Elena trató de reproducir su rostro más triste, sus movimientos más inmóviles; la nerviosidad le robaba toda tristeza, trataba en vano de llegar al estado de sufrimiento anterior para no interrumpir el dolor numeroso. Pero cuando llegaron a la casa, la familia hablaba de manteles bordados, cuellos tejidos, la mejor manera de ganarse la vida, casamientos, todo interrumpido de risas. Nada parecía haber sucedido dentro de esa casa. Micaela escuchaba con severidad, como si alguien la hubiera engañado. Esa visita no podía terminar así; ella no había ido para hablar de manteles ni casamientos, había ido para reconfortar a los deudos y apiadarse de ellos. Trataba de entrar una frase triste en la conversación, como los chicos cuando entran a saltar a la cuerda. Al fin pudo: preguntó si no conservaban ningún retrato de la finada.

Hasta ese instante la familia entera parecía esperar la llegada de Cecilia de un momento a otro; esperaban que llegara del almacén, que llegara del río, o de las quintas vecinas. Inmediatamente hubo un revuelo de accidente, en los cuartos, adentro de los armarios y de los cajones, en busca de retratos como de medicamentos. Luego un silencio en el que Elena oyó unos pasos: los pasos descalzos de Cecilia. No, no había ningún retrato, salvo la fotografía de la cédula de identidad.

Una nube oscurísima se cernía sobre la casa; la madre trajo la fotografía que ya estaba medio borrada, sólo se veía claramente el dibujo de la boca. Ester era lo único que quedaba de ella, habían nacido juntas pero no se parecían nada. Ester, sentada en una silla, se reía; la madre le gritó: “Andá, laváte la cara” –y volvió con urgencia la conversación de los manteles–. La madre pasó la mano por sus ojos al despedirse. Micaela la miró intensamente buscándole lágrimas. Abrió la pequeña puerta y se quedó parada en la vereda con las manos cruzadas sobre el delantal gris, sonriendo.

Hamamelis Virginica, Agua Destilada 86 %, la mujer corría enloquecida sobre la caja de cartón. Elena se levantó y se asomó por la persiana, el jardinero vestido de negro se reía con el otro jardinero. Nadie sabía que Cecilia, como ella, se había muerto, y al fin y al cabo, quién sabe si esperándola mucho en la persiana, no llegaría un día juntando bellotas; entonces Elena bajaría corriendo con una cuchara de sopa y un frasco de jarabe para la tos, y se irían corriendo lejos, hasta el cedro donde vivían en una especie de cueva, entre las ramas, a la hora de la siesta, y para siempre.

martes, 23 de julio de 2013

Un cuento fantástico

La Soga  de Silvina Ocampo




A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga.El muchacho invariablemente contestaba:—No.A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

domingo, 27 de mayo de 2012

"Ambiciones ilegítimas"

por Fernando Sorrentino - escritor (Buenos Aires)

Que el vigilante de la esquina aspire a ser nombrado jefe de Policía o que el sueño dorado del cartero sea convertirse en ministro de Comunicaciones parecen -y, sin duda, son- ambiciones desmesuradas. Implican, sin embargo, un afán de progreso y superación, rasgo que despierta nuestra simpatía y hasta nuestro aplauso.
Son, pues, ambiciones desmedidas; pero, fuera de toda discusión, legítimas. Tan legítimas como las de un gato que aspirara a ser tigre o como las de una gallina que desease alcanzar la dignidad del águila. Este es el tipo de ambición que yo estoy dispuesto a admitir: la ambición legítima.
En cambio, no quiero reconocer y rechazo enérgicamente -por ilegítima, por absurda, por inoperante- la pretensión que tienen las cucarachas de convertirse en rinocerontes. No sé si el fenómeno es universal. Sólo me refiero a las cucarachas de mi casa; y, aun así, no a todas, sino únicamente a las del galponcito de las herramientas.
Han realizado, es cierto, algunos progresos. Favorecidas por el cuarto menguante de la luna y el viento del noreste, las cucarachas han empezado a aproximarse a -¿cómo diré?-, a cierto concepto de rinoceronte. Desde luego, todavía no son rinocerontes. Y es muy probable que no logren serlo nunca. Pero concentran todas sus energías físicas y mentales en la consecución de su ideal: ser rinocerontes. A este objetivo viven consagradas las cucarachas, y todas sus acciones son utilitarias y se encaminan a alcanzarlo. Desconocen el ocio y la diversión: trabajan, luchan y se afanan para ser rinocerontes. No creo que sean demasiado talentosas; pero sí activas, diligentes, tesoneras.
Sus comienzos fueron decididamente ridículos. Habiendo desarrollado sólo un diminuto par de cuernos sobre la nariz, las cucarachas arremetían contra cajitas de fósforos, maderitas, bolitas de papel, tapones de bebidas y otros objetos similares, tal como ellas imaginaban que lo harían los rinocerontes contra enemigos de gran peso y volumen. Permanecí largo rato contemplándolas en aquellas prácticas. Las miraba y sonreía. Esos ejercicios, hechos con tanto fervor, me parecían del todo ineficaces para que las cucarachas llegaran a transformarse en rinocerontes, y los veía tanto más risibles en la misma medida de la gran seriedad y concentración con que las cucarachas los realizaban.
Mis trabajos y preocupaciones no siempre me permitieron concurrir a presenciar el entrenamiento de las cucarachas. De todos modos, pasaban meses y meses sin que se advirtieran adelantos dignos de tenerse en cuenta. Tomé nota de que las favorece la conjunción del cuarto menguante de la luna y el viento del noreste.
Sólo así se explica el rápido progreso de estos últimos días. Las cucarachas han logrado convertir su quitina en una coraza paquidérmica, dividida en varias secciones. Ya no son aplanadas, negras y brillosas, sino cilíndricas, grises y opacas. Han desarrollado cola, pezuñas y hábitos herbívoros. Su vista se halla muy debilitada, pero en cambio han acrecentado la agudeza de su olfato. Desde la nariz hasta la grupa miden unos veinte centímetros; calculo que no llegan a pesar dos kilos.
Casi podría decirse que ya son pequeños rinocerontes. No obstante, las cucarachas deben pulir todavía detalles importantes. Conservan en sus actitudes algo de pequeño, de inseguro, de frágil, de ridículo. Pese a su presunta agresividad y al bufido de rinoceronte que logran emitir, todavía conservan una huidiza y temerosa mentalidad de cucarachas. Cuando tomé una en brazos, agitó desesperadamente sus seis patas en el aire, efectuó convulsos movimientos con sus antenas, toda ella se estremeció de terror.
Al soltarla, corrió a refugiarse en un rincón oscuro, bajo unas latas. Actitudes inconcebibles en un verdadero rinoceronte. Sí: a pesar de su armadura paquidérmica, de sus dos cuernos sobre la nariz, de su cuerpo voluminoso, de sus bufidos, de su miopía, aún son más bien cucarachas que rinocerontes.
Sin embargo, parecen rinocerontes. Rinocerontes pequeños, es cierto. Rinocerontes de seis patas. Rinocerontes con largas antenas filiformes y negras. Rinocerontes ovíparos. Pero rinocerontes.
Quise comprobar si mis ojos me engañaban. Ayer invité al diariero a que viera mis cucarachas. Opinó que eran animales un poco raros, que "parecían como chanchitos". Entonces le dije que eran cucarachas: se rió, festejando mi broma.
Y yo ahora me pregunto: cuando estas cucarachas pierdan sus antenas, cuando se deshagan de un par de patas, cuando olviden los temores propios de su estirpe, cuando alcancen un tamaño imponente, cuando pesen una tonelada, cuando, en suma, perfeccionen su exterior identidad de rinocerontes, ¿quién me creerá si yo afirmo que esos rinocerontes son cucarachas?
Y, sobre todo, ¿cómo habrá nacido en las cucarachas la ambición ilegítima de convertirse en rinocerontes? Por momentos, me acometen tentaciones de esgrimir un palo de escoba y exterminarlas a golpes en la cabeza: ahora, cuando todavía es posible hacerlo. Si me reprimo, sólo es porque quiero ver si las cucarachas logran realizar por entero su sueño de transformarse en rinocerontes.

domingo, 29 de abril de 2012

El cuento fantástico

De: “Introducción literaria III”. Editorial Estrada

Ingredientes de la materia fantástica

El cuento fantástico utiliza como punto de partida los misterios que plantean el hombre y su mundo y que no han tenido una explicación clara y certera: el tiempo, el espacio, los sueños, las dimensiones, la muerte...
El autor del cuento fantástico elige uno de esos misterios como tema pero sin intención de resolverlo, sino que, valiéndose de la ausencia de respuestas y de su imaginación, logra la incertidumbre. Es por eso que, partiendo de elementos reales y cotidianos – a veces en forma gradual y otras abruptamente- anula la realidad y nos traslada al ámbito de lo misterioso y de lo inexplicable. Proviene de la vacilación entre una explicación natural o una sobrenatural.
El escritor busca que el lector se pregunte acerca de la factibilidad de los sucesos; por eso elabora un relato verosímil, al que añade elementos extraños. Éste es el medio de producir la perplejidad y el suspenso, fuente de curiosidad, desazón y, a veces, miedo para el lector.

Tratamiento de la materia fantástica

Son prácticamente innumerables los medios de que se valen los autores de narraciones fantásticas una vez que han entrado en el proceso mental por el cual liberan su imaginación. Invaden tiempo, espacio, personajes o situaciones y, en ocasiones, todo a la vez.
Cuando el personaje es presa de las fuerzas sobrenaturales, si es un ser humano puede sufrir, entre otros, el fenómeno de la metamorfosis; si es cualquier elemento de la realidad –animales, objetos, muerte, espíritu- se animiza y adquiere características propias del hombre.
Si la invasión de lo fantástico se produce por medio del tiempo y del espacio, se producen traslados a los otros tiempos -ya del pasado como al futuro- anacronismos parciales, retrocesos en la propia historia, detención del tiempo, desajustes entre el tiempo cronológico y el tiempo interior, multiplicación en el tiempo, ruptura de las leyes físicas, transmutación de mundos.
Otro tema predilecto de los autores de cuentos fantásticos es la interrelación entre el sueño y la realidad: sueño dentro de otro sueño, conciencia de que se está soñando, sueños comunes a varias personas; en todos los casos, con un elemento que, luego en la vigilia, deja un rastro: por ejemplo, un objeto material presente en el sueño y presente en la vigilia.

Definición

El cuento fantástico es aquel que, por la suma de elementos reales y de elementos extraños e inexplicables, hace vacilar entre una explicación natural o una sobrenatural y deja al lector sumido en la incertidumbre.