Kassim era
un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda
establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el
montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces
delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a
los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la
ventana.
Kassim, de
cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer
hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado
con su hermosura a un más alto enlace.
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